Por Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII. Como todo genio de la dramaturgia, y en su caso también agudo observador social y maestro con los diálogos, Maxi Rodríguez es un ladrón de frases. El otro día me robó una sobre la marcha enviada por el móvil. La frase no es mía, sino de Luis Miranda, un antiguo compañero de trabajo, mierense como Maxi.
– Agrupémonos todos en la hucha final.
Luis Miranda era un escéptico, y me imagino que con la que cayó desde que compartimos trabajo y risas mucho más. Pero tamizaba el desencanto con el antídoto del humor. A su propio sindicato lo llamaba Comilones Obreres, aunque de ese término no debe de ser el inventor, y recordaba con gracia sus ardores revolucionarios de juventud, cuando gritaba en las manifestaciones:
– Pin, pan, pun, que viva Mao-Tse-Tung. Pun, pan, pin, que viva Bakunín.
Luis debía de estar entre los asistentes a una asamblea, en plena Transición, en la que los currantes se rebelaron contra su líder sindical cuando los llamó obreros.
– Obreros no, somos técnicos cualificados.
Ahora que vuelve la clase obrera con la miseria y la cualificación es la cartilla del paro, conviene recordar que el neoliberalismo no lo inventaron ni Reagan ni la Thatcher, porque nació en las fábricas y en los barrios más pobres de la Inglaterra que vio nacer el sindicalismo y la emancipación de los trabajadores, donde en los años ochenta el capitalismo se hizo popular.
De la utopía del comunismo, que marcó el siglo XX, pasamos al pragmatismo del consumismo, que hace furor en el XXI, aunque ahora ya no haya dinero para malgastar.
Tengo un amigo visionario, Mario Marco, que desde su pesimismo alegre y libertario ya lo veía nada más morir Franco, cuando los obreros tomaban las calles, pero no para exigir democracia, sino aumentos salariales.
– Los pobres son ricos sin dinero.
No sé si Hobbes tendrá razón y el hombre es un lobo para el hombre, pero comprobado está que un obrero puede ser un cabrón con otro trabajador, y hasta un explotador si cambia el mono por el traje. La crisis llega por la codicia de los de arriba, pero no sería posible sin la sumisión de los de abajo.
El sindicalismo está podrido, como la política, pero el tufo se cuela en las sedes de las centrales desde los centros de trabajo. Líbreme el recuerdo de aquellos valerosos sindicalistas, luchadores e incorruptibles, como el recientemente fallecido Luis Redondo, de la tentación de justificar a la casta sindical y sus desmanes. Pero justo es reconocer que los currantes no les demandan otro comportamiento.
¿Para qué quiere el personal a los sindicatos? Generalmente, los que aspiran a un carguín, para liberarse y enterrar el mono. Y los demás, para ver “que hay de lo mío”. Con este sindicalismo a la carta las centrales se han convertido en empresas de servicios y agencias de colocación, como los partidos, de los que los mayoritarios son correas de transmisión. El resultado de esta transformación, de organizaciones que nacieron para emancipar al proletario del yugo del esclavismo, son sindicatos corruptos y trabajadores corrompidos.
Y así estamos los de lo que antes se llamaba clase obrera, cautivos y desarmados, como los republicanos en 1939, aunque aquellos tenían dignidad hasta en la derrota. Será que el ser humano se hace más grande cuando más lo es el abismo a sus pies, como rememora un viejo anarquista barcelonés en la novela Memoria de unos ojos pintados, de Lluis Llach:
– Y, ahora que tengo ochenta y siete años, aún me pregunto de dónde salía gente como aquella, hecha de una pasta especial. Qué tiempos aquellos en los que aún se creía en el ser humano como un ente único, merecedor de una oportunidad ante el destino y alentador de generosidades magníficas. ¿Usted se imagina en los inicios del siglo veintiuno algo parecido? Yo ya no soy capaz. ¿O es que solo cuando los colectivos se enfrentan a momentos de dificultades extraordinarias se crean las condiciones para que la épica del humanismo de los mejores aflore deslumbrante? Lo ignoro, ¿sabe? Pero aunque no querría revivir por nada del mundo los momentos horrorosos que tuve que transitar en aquellos años, le diré que secretamente, casi con vergüenza, siento nostalgia.
Pero ahora ni con seis millones de parados y el regreso a la beneficencia de la posguerra reacciona el personal, atenazado por el miedo, que es el preámbulo del fascismo.
El capital, como los perros, cuando huele el miedo aprovecha para lanzar la dentellada final.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 29, NOVIEMBRE DE 2013
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