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Atlántica XXII

Éric Volant, el humanista integral

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Éric Volant, el humanista integral

Eric Volant.

Éric Volant.

EXCÉNTRICOS, RARAS Y OLVIDADOS. Por Natalia Fernández Díaz / Lingüista y traductora.

La investigadora intenta localizar al viejo profesor. Alguien le ha dicho que vive muy retirado del mundo, dedicado a proyectos muy sugerentes y personales -el estudio de la muerte, el estudio del suicidio-. La investigadora, llegada a Montreal de tierras lejanas, decide perseverar hasta sacar al viejo profesor de su madriguera, que es lo mismo que decir de una modestia silenciosa, muy suya. Y al final consigue una cita. En la librería principal de la Universidad de Quebec en Montreal, ese tipo de librería que no está en la propia universidad, sino en la estación del metro, donde se prolonga la vida que las bajísimas temperaturas impiden que se desarrolle en el exterior. Ella lo reconoció enseguida; por su aspecto holandés y por su puntillosa puntualidad. Se saludan. Desafían al frío saliendo a la calle y caminando a un café atestado de gente. Hablan en francés. Lo típico de una ciudad que hace gala de su quebequismo. Entran al trapo en el tema que los une: el suicidio.

Él habla trazando mapas. Escribe nombres de personas, de instituciones… Se mueve con soltura en el papel. Le tiembla ya el pulso, por la edad. Pero sigue desgranando su memoria a golpes de tinta y esmerada caligrafía. La investigadora cambia de lengua. Habla en holandés. Y él retorna a una infancia muy remota, en un pueblo de Flandes, cercano a Amberes -Ekeren-, donde nació en 1926. Y empieza a desempolvar un idioma que incluso a él se le ha vuelto extraño y que llena de modismos arcaicos, de expresiones pasadas de moda, de verbos que dejan una extraña huella de alcanfor…Como si esa lengua solo existiera en la trastienda de su propio pasado. Mira estupefacto a la investigadora, que no es ni flamenca ni holandesa, y que sin embargo se mueve por los vericuetos del neerlandés con cierta soltura. Se tiende un puente inquebrantable. Le propone colaborar en su proyecto. Vuelven a la calle. La investigadora, al metro, de vuelta a un hogar que no es el suyo. El viejo profesor, a cuestas con su perplejidad a su casa, donde le espera su mujer ciega.

El viejo profesor es Éric Volant y acaba de morir en una unidad de cuidados paliativos del centro de Montreal, tras una metástasis que lo arrastró con él, siendo un casi nonagenario lúcido, generoso y activo. Mantuvo la claridad hasta el final. Lo suficiente como para entender que la vida le había regalado simientes a raudales porque rara vez es cicatera con quien la vive desde la más honda sensibilidad. Pero también como para entender que esas simientes no se quedaron en sus manos, sino que fueron fermentando, intensamente, en sus discípulos. Entre ellos la investigadora que siempre le habló en su lengua, que él tenía casi olvidada.

Éric Volant, sacerdote joven y temerario, salió de su pueblo natal en Bélgica para cruzar el mar y conquistar una sociedad cerrada y muy creyente. Montreal. Años cuarenta. Una ciudad donde todavía su población celebraba misas diarias y la devoción se mostraba por doquier en sus numerosísimas iglesias -el paso al laicismo, imparable en todo caso, se produce en la década de los sesenta-. En 1949 Volant ejercía ya de profesor de teología en la Universidad de Quebec en Montreal (UQAM).

Ética del suicidio

Allí empieza a ocuparse de la ética, esa rareza en el mundo de las ciencias y las humanidades -culmina su trabajo con un libro de título seductor, La casa de la ética-. No era baladí ni el tema ni su metáfora. Él mismo relataba cómo uno de los recuerdos más vívidos de su infancia tenía que ver con la casa que, poco a poco, iba construyendo su padre en un patatal. El niño Éric, de nueve años de edad, se acercaba cada día a la salida del colegio para ver cómo en ese campo que en alguna ocasión dio frutos de los que se alimentaron, se iba erigiendo, ladrillo a ladrillo, una promesa de protección y permanencia. Como él mismo explicaba, una serie de azares, que imagino asociados a la guerra y otras inclemencias vitales similares, hicieron que aquella casa solo pudiera disfrutarla un año. Pero le quedó esa idea de la casa como espacio para habitar y cohabitar, donde la ética surge de la práctica de la empatía -ponerse en el lugar del otro, ser el otro-. Quién sabe si su propuesta de substituir la ancestral pregunta “¿quién soy?” por “¿desde dónde me hablas?” tiene que ver con esa capacidad suya para la audacia de la persona dispuesta a la infinita comprensión del ser humano. Pero existimos, insistía él, físicamente. Somos animales geográficos.

Y poco a poco se introduce en el tema de la muerte: “La muerte existe, inevitable e irreversible. Hay muerte. La muerte está”, escribía no hace muchos meses en la Enciclopedia sobre la Muerte, que él mismo había creado en 2007 adscribiéndose a uno de los proyectos de “conocimientos enciclopedantes” o lo que luego se llamaría “epistemología de la complejidad”, del también filósofo Edgar Morin. Su obra capital es un Diccionario sobre el suicidio, un completísimo libro sobre los  suicidas que, aunque bastante limitado al ámbito canadiense, no le resta un ápice a su monumentalidad. Creía en lo que hacía. No predicaba sobre la ética, como tantos otros presuntos expertos o predicadores en esa rama de la filosofía y de los comportamientos humanos: era ético. Insobornablemente ético. Puro en el sentido de incorruptible. No hacía tantos años que había dejado el sacerdocio para llevar una vida distinta, compartida con la que sería su compañera el resto de sus días, Esther.

Estaba escribiendo un largo texto sobre la muerte y la dignidad cuando le diagnosticaron un cáncer irreversible, tenaz y agresivo. Había poco que hacer, excepto seguir escribiendo: “La dignidad tiene que ver con el derecho inalienable a elegir el modo de morir”. Él eligió hacer un homenaje a quienes le acompañaban, con una gratitud creciente y manifestando su felicidad porque todavía podía dar algunos paseos bajo el sol montrealés. También se dedicó a escribir mensajes de agradecimiento y cariño a los amigos.

Nos dejó sin dejarnos hace un mes. En su funeral alguien cantó una vieja canción en holandés y alguien interpretó una pieza antigua para flauta travesera. Se fue un hombre sencillo que sacó a la muerte de sus espacios prohibidos para recordarnos que eso es parte de la vida y que ya es hora de aprender a familiarizarse con ella.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 29, NOVIEMBRE DE 2013

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