Tuve un sueño. La noche anterior a una importante cita, me desperté sobresaltado por el temor a retrasarme si pinchaba, como acababa de ocurrir en mi pesadilla, y adelanté una hora el despertador. Ya de camino, la premonición se cumplió con inquietante exactitud, y mientras atornillaba la rueda de repuesto daba gracias por haberme levantado con una antelación que me permitió acudir puntual a mi destino.
En otra ocasión, me encontraba en el coche escuchando un disco de un grupo cuyo nombre lo constituyen unas siglas, y al fijarme en la matrícula de quien me precedía observé con estupor cómo sus consonantes coincidían con las del conjunto de marras, las cuales, por cierto, se refieren a una potente droga consumida en EEUU en los ochenta, pues los rockeros no son gente demasiado original. En fin, ¿quién no ha pensado en esa persona que aparece de pronto al doblar la esquina?
Los británicos denominan serendipity a estas casualidades, más frecuentes de lo deseable para un racionalista. Podríamos traducirlo como “carambola” o “chiripa”, aunque resulta más eufónico el palabro del título a pesar de su inexistencia en español. Ante la irrupción de la serendipia se suele reaccionar con justificaciones de índole mágica o religiosa, suponiendo que bajo la costra de la realidad subyacen energías conscientes que le confieren un sentido o, por el contrario, confiando en que la ciencia terminará por desentrañar cualquier misterio sin necesitar explicaciones místicas con el fin de colmar los intersticios que horadan la normalidad. Una corriente más escéptica concluye que la mente carece de capacidad para concebir el fenómeno de lo real, como si a un armadillo le diéramos a interpretar una partitura.
El ensayo Conviértase en brujo, conviértase en sabio, de G. Charpak y H. Broch, aborda estas cuestiones. Considerando variables como la población mundial, la media de acontecimientos que le suceden a una persona y el abrumador número de interrelaciones a que ello da lugar, los autores infieren que lo realmente improbable consiste en no verse afectado a lo largo de la vida por unas cuantas casualidades que se cisquen de modo manifiesto en la estadística.
Mal que bien, fui tirando de este constructo un tanto artificioso -¿cómo se aísla conceptualmente un suceso?- para afrontar las serendipias, pero algo en mi fuero interno no quedaba satisfecho. Disponía de un sugerente y estético placebo que no abordaba el fondo del problema: ¿por qué se producen?
Otro libro, Realidad daimónica, de Patrick Harpur, me proporcionó la solución. Al terminarlo no tenía claro si me habían estado contando cuatrocientas páginas de paparruchas o en lo sucesivo me vería obligado a reconsiderar mis propias certezas. Con una neutra toma de posición no exenta de escepticismo, Harpur le encuentra explicación a fenómenos en apariencia incomprensibles. Como neoplatónico, considera la realidad burda representación de un universo ideal de formas a través de los arquetipos, categorías absolutas que trascienden la mente individual -la nada, la muerte, la oscuridad…- y que se manifiestan al exterior en lo que Jung, de quien también se confiesa deudor, ha denominado “proyecciones”. Expuesto de modo pedestre, pues soy lego en la materia y el formato no permite profundizar, todo cuanto percibimos a través de los sentidos depende del sistema operativo instalado en nuestro cerebro, de modo que la realidad, un conjunto indiferenciado de ondas y partículas, no puede sino ser subjetiva y, por tanto, vulnerable a las proyecciones. Por eso en los años cincuenta, durante la Guerra Fría y la carrera espacial, diferentes sujetos sin relación entre sí avistaban OVNIS: el inconsciente colectivo proyectaba un patrón de imágenes arquetípicas manifestadas a través de señales en el cielo y relacionadas con aquella situación social. Por eso, en fin, yo pinché en la autopista después de haberlo soñado. Proyecté mis temores y generé una espectacular serendipia.
Pues sí, amigos, se acabó elegir entre Monarquía o República, el Betis o el Sevilla o uno de los dos Pecos. Aviso para coolhunters: lo que ahora se lleva es pronunciarse sobre la manera de afrontar lo extraordinario. Mójense: ¿jungianos o antijungianos?
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 33, JULIO DE 2014
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