Santiago Alba Rico / Hace unos años el economista marxista francés Isaac Joshua apuntaba que el fin del capitalismo sería menos “un cambio de régimen productivo que un relevo civilizacional” y que se parecería más “al hundimiento del imperio romano que a la revolución francesa”. Es verdad que la modernidad ha evocado siempre el modelo romano para abordar las crisis políticas y económicas: la república romana, con sus virtudes públicas, para las revoluciones; el imperio romano, con sus delirios cesaristas y sus guerras civiles, para las contrarrevoluciones. Es verdad también que un campesino o un comerciante de Capua, Hipona o Numancia en el año 270 o en el 390 no vivían la tragedia de “la decadencia de Roma” (“vaya putada, me ha tocado vivir el largo fin del imperio”): vivían sus vidas normales en los márgenes estrechos fijados por la sociedad, el tiempo y la imaginación. Es muy difícil –desde la ranura temporal de nuestro cuerpo presente– representarse la propia vida como inscrita en “el fin de una civilización” y casi imposible saber cuándo la humanidad asiste a una simple crisis de reproducción material y cuándo a un verdadero “relevo civilizacional”. Pero si hay un indicio inquietante de lo segundo tiene menos que ver con el capital financiero, la fraudulenta “confrontación de culturas” o la violencia que la acompaña (o con la amenaza nuclear y la destrucción ecológica) que con la crisis migratoria y la respuesta “civilizada” a los desplazamientos de población y a la multiplicación de los refugiados. Hay algo muy “romano” –sobre todo en verano– en la cotemporalidad de las clases medias europeas, que siguen bebiendo sus cervezas en las playas, y los migrantes que llegan a esas mismas playas, jugándose la vida, desde Libia o Eritrea.
La decadencia y hundimiento de Roma duró aproximadamente cuatro siglos, más tiempo del que ha transcurrido desde la revolución francesa hasta nuestros días, y todos la asociamos (causa, efecto y sobre todo síntoma) a la “invasión de los bárbaros”. Esos bárbaros lamieron durante cientos de años los limes del imperio, se asentaron pacíficamente en ellos e incluso sirvieron de baluarte mercenario frente a las tribus más agresivas. Luego, la descomposición interna franqueó el paso a sus huestes ocupantes, que apuntillaron una civilización que –según el esquema del historiador árabe Ibn Khaldun– había perdido al mismo tiempo su vigor y su legitimidad. Los “bárbaros” eran realmente incontenibles porque todo aquello que hubiera podido contenerlos –virtus, auctoritas e imperium– había desaparecido.
El paralelismo entre “las invasiones bárbaras” y la crisis de los refugiados es intencionadamente forzado. En la Roma imperial la frontera contenía a los bárbaros, que provenían del exterior. En el caso de los inmigrantes, al contrario, es la frontera la que define como bárbaros a humanos deglutidos desde hace tiempo en un intestino global que utiliza los limes menos para marcar la diferencia interior/exterior que para clasificar y seleccionar fuerza de trabajo en las metrópolis. Es la frontera misma la que racializa y degrada a los que se quedan enganchados en ella. “Civilizado” es el que puede cruzar el confín; “bárbaro” el que no puede cruzarlo. Al mismo tiempo, no hay que olvidarlo, los “bárbaros” antiguos eran empujados desde fuera –digamos– por causas naturales; los inmigrantes son empujados a nuestras metrópolis por una relación desigual interna en la que el colonialismo, el intervencionismo y la explotación económica constituyen el único “efecto llamada” realmente determinante. Apoyamos expolios, dictaduras y guerras y, cuando vienen a entregarse (ésa es la palabra), los detenemos en un limes que los convierte en “bárbaros”. Y que nos permite tratarlos como a ratas.
Pero el paralelismo es también elocuente. “Bárbaro” no es el que induce la decadencia de una civilización sino quien la ilumina; y en este sentido los inmigrantes son “bárbaros”. Es la respuesta frente a ellos la que revela y acelera la decadencia de la civilización occidental. Y es esa respuesta, además, la que, como en el caso de las tribus germánicas, vuelve “incontenible” el proceso. Los inmigrantes van a seguir viniendo; o inventamos una solución realmente civilizada o la muerte de nuestra civilización –tarde más o menos en llegar– está asegurada; y el inevitable “relevo civilizacional” puede ser tan largo y oscuro como la Edad Media. Los romanos inventaron muchas cosas –instituciones y ciencias– de valor potencialmente universal; también los occidentales en los últimos 300 años. Pero cuando esos grandes logros ignoran o se alimentan del dolor de los demás, se vacían de sentido mientras que el dolor ajeno adquiere una especie de dimensión universal negativa furiosa y legítimamente destructiva. Entre dos civilizaciones, todo son tribus.
Es difícil capturar el momento –o la imagen– del fin de una civilización, pero me atrevo a sugerir la de las miles de cabezas flotando en el mar mediterráneo, tratando de acercarse a nuestras playas, o la de los refugiados sirios golpeados en la frontera griega por sentir dolor. Cuando Roma se derrumbó en cuatro siglos dos síntomas anunciaron su implosión: los bárbaros en el exterior, los cristianos en el interior. La alianza entre cristianos y bárbaros aseguró un lento y doloroso “relevo” cuyo resultado civilizacional se viene ahora abajo. Si tiene razón Joshua y el fin del capitalismo va a ser un “fin a la romana”, y su imagen visible es la crisis de los refugiados e inmigrantes, la única solución es una alianza civilizada, basada en el Derecho, entre los “cristianos” y los “barbaros” de hoy, separados por un falso limes. Esa alianza –entre una izquierda nueva que apenas existe y una inmigración sin sujeto político– solo será posible si cambian los Gobiernos de la UE y el propio proyecto europeo. Parece poco probable. Preparémonos, pues, para un declive civilizacional largo, violento y tribal.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 40, SEPTIEMBRE DE 2015
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