
Hervé Falciani en su reciente visita a Oviedo. Foto / Pablo Lorenzana.
Lucía Naveros / Periodista.
Hervé Falciani visitó la semana pasada Asturias, y fue recibido como un héroe por la izquierda local, convencida de que estaban ante un Robin Hood de la informática, un luchador infiltrado en las salas más herméticas del capitalismo mundial, capaz de arriesgar la vida por compartir con los simples mortales las cositas que hacen en la oscuridad los dueños del dinero. No es de extrañar esta fascinación por este ejecutivo de banca, que se sitúa en el imaginario junto a figuras como Edward Snowden o Julian Assange. El hombre que se enfrenta a la maquinaria financiera no puede ser otra cosa que un héroe de nuestro tiempo, porque todos, individual y globalmente, somos presas de ese mecanismo presuntamente neutro que nos convence de que todo se compra y se vende, hasta el nombre de nuestros hijos.
Falciani, antaño esquivo, dio ruedas de presa y repartió entrevistas por doquier, y no seré yo la que cuestione su valentía al enfrentarse al entramado informático mundial que se dedica a robarnos. Pero una de sus afirmaciones, a su paso por Asturias, me despertó todas las alarmas. Este Quijote anticorrupción defiende la desaparición del dinero en metálico, y su sustitución por dinero de plástico.
Cuando leí esa afirmación me acordé inmediatamente de las grandes autopistas de Los Ángeles. Y dirán ustedes: esta señora está loca. ¿Qué tiene que ver el horror urbanístico de esa ciudad americana con el europeísimo Falciani, ese antisistema, y su dinero de plástico?
Las grandes autopistas de Los Ángeles, su complejo entramado de urbanizaciones aisladas en medio de la nada, funcionan como esclusas sociales, que dejan pasar o cierran el paso a los peces, según su tamaño. En Los Ángeles, por ejemplo, el que no tiene carné de conducir y coche (el que no puede acceder a ese estándar mínimo de consumo) no existe. En esa ciudad mítica los peatones son seres sospechosos, inmediatamente identificados como inútiles o rebeldes, sujetos que no han sido capaces de hacerse con el equipamiento mínimo (un coche, y un seguro, y un carné) para relacionarse con el entorno. El dinero de plástico, por mucho que Falciani apueste por micropagos o economía colaborativa, es una autopista económica. Requiere identificación, no es anónimo, lo que deja en el limbo a todos los que no pueden permitirse un carné (y el Mediterráneo está lleno de sus cuerpos). Exige intermediarios, entidades bancarias de toda la vida o sustitutos en plan Paypal. Nos pone a todos en las manos de los que manejan los enjambres de datos que surcan nuestro planeta, y que hacen la ruina o la fortuna de sociedades enteras.
Que un luchador contra la banca defienda que toda la economía mundial, hasta la del mercadillo, se ponga en manos de sistemas bancarios (aunque sean soft, enrollados, de nuevo cuño), me pone la piel de gallina. Que ese control informático de las transacciones se venda como la manera de impedir la corrupción me da risa, ya que los datos, y Falciani lo sabe bien, son papel mojado. De toda su lista de defraudadores, ¿cuántos han sido condenados, o siquiera procesados?
Apostar por la desaparición de las monedas, de los billetes, y proponer su sustitución por tarjetas y móviles, es apostar por las grandes autopistas del mundo, que dejan en los arcenes, aplastados, a los que han sido incapaces de adaptarse o no han querido hacerlo.
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