Como una cuerda de presos que buscan la libertad por el laberinto de las callejuelas, así por estos pagos desfilan quienes, ante el desastre de su gestión política o empresarial, manejando fondos públicos en ambos casos, han optado por autoinculparse, con el matiz de que la culpa, al final, es cargada brutalmente sobre otros hombros para cínico alivio de los propios: me he equivocado, me han engañado, han abusado de mi buena fe, han utilizado mi confianza, no han respetado los límites de mi delegación, han querido ir más allá y me han conducido al abismo, no han agradecido mi apuesta por ellos, me han traicionado… Aquella tarjeta que algunos llevaban en la cartera, como antídoto de pelmazos, y en la que se leía «yo también he sufrido mucho, pero por favor no me cuente usted su vida», acabará en otra versión: «Perdóneme, pero me he equivocado y, además, me han engañado y no merezco más que desprecio y vejación».
Si hasta hace poco la moda era negarlo todo, incluso hasta lo más evidente y con el cuerpo del delito ensangrentando las manos o la conciencia, y no asumir responsabilidad alguna ante los desastres causados por la incompetencia o la mala fe, ahora lo que se lleva, en el azaroso «prêt a porter» de una moral sin raíces, es abrir la camisa, enseñar el pecho y asumir la condición de ingenuo o de idiota, como si tal exhibición conllevase la inocencia o evitase las penas del infierno. La doctrina cristiana, con la grandeza del perdón por la vía del amor, ha sido manipulada por los traficantes de sentimientos, y ahora se calcula la rentabilidad de robar un millón de euros a cambio de una condena en avemarías, dejando lo de restituir el botín -algo preceptivo y previo a la perdonanza- para los penitenciarios del concilio de Trento.
Si esta actitud, de la que hace poco dio un recital el presidente Rajoy a cuenta del malvado Bárcenas, se difunde en la sociedad española, las entradas de las comisarías y los pasillos de los juzgados se van a atascar de penitentes en tropel, los mismos que otrora acudían al cumplimiento pascual de la confesión en catedrales, iglesias, ermitas y capillas. Algún fray Gerundio de Campazas, en versión de nuestro ya maltrecho siglo XXI, acabará haciendo un florido llamamiento a que todos los ciudadanos salgan a la calle con ceniza en la frente, entonando, con música del «Perdona a tu pueblo, Señor», la canción de «Me he equivocado de tan bueno y confiado como soy», porque, si nos fijamos bien, esos clamores de inocencia violada por los malvados se sustenta en el hecho de que el engañado se tiene por alma cándida e infeliz a la que salpicaron con sus lodos los coleccionistas de la flor del armiño.
«Te has equivocado, te has equivocado…, pero ¿has devuelto el dinero?», le replicaría el fiscal, con voz aguardentosa, en la escena medular de este western al falso arrepentido quien, azorado, respondería que en su religión no es necesario devolver ni un euro, que en el pecado lleva la penitencia de las lágrimas, que la amargura de su conciencia no se cura con nada, que siempre llevará cicatrices en el alma, que sus conocidos lo señalarán con el dedo como tonto cuando atraviese un paso de cebra, y que, eso sí, procurará en el futuro no dejarse engañar como un pardillo, tal como le ha ocurrido involuntariamente en esta ocasión.
Aquí, en Asturias, y a falta de otros alicientes turísticos, se podría añadir el espectáculo del arrepentimiento como atracción de la feria local de las vanidades, con balcones que se alquilasen en la plaza de la catedral de Oviedo o en las fachadas de los Ayuntamientos para que, desde esas atalayas, un señor venido de Cuenca o de Formentera, o aún de lejanas tierras extranjeras, cantase el «gori-gori» de la culpa, sin que sus paisanos se enterasen, y regresando a su lugar de origen como si le hubiesen rebautizado en las aguas de un Jordán quevedesco, con pirañas y bendiciones flotando entre las aguas.
Después vendrá otra cantinela: la de que rectificar es de sabios cuando lo que es de sabios es no meter la pata, aunque para todo desgarro tiene que existir algún remedio, y cuando pincha una rueda, aunque queden otras tres, se equivoca el conductor que quiere seguir la ruta a la pata coja. «Me he equivocado», acaso haya dicho Yahvé en el séptimo día de la Creación, aquél en que, según el Génesis, descansó, probablemente agobiado por lo que se nos venía encima, mientras Adán y Eva aún eran polvo enamorado que nunca habían visto una serpiente ni en pintura.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 28, SEPTIEMBRE DE 2013
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