Pepe el Ferreiro. Hay días, noches, madrugadas o duermevelas en los que tu mente se obceca de tal manera que, al levantarte, te ves obligado a escribir. Sobre la almohada, no es lo mismo el problema que cuando tu cabeza coge la verticalidad. Es decir, te levantas y, como por arte de magia, la preocupación es menor. ¡Menos mal!
Pero ¿qué ocurre si ojeas un medio de los llamados “prensa diaria”? ¡Dios mío, no lo haga usted! Sus preguntas caerán como pesada losa sobre esas nimiedades nocturnas.
Parece ser que la UCI del HUCA hay que demolerla antes de estrenarla. O séase: un nuevo Hospital para Asturias y lo que más cuidados necesita adolece de ellos. ¿Tendrá relación esto con su coste?
Verán, cierta madrugada, y para ser más concreto casi al final de este otoño, desperté con cierta inquietud que sin más dilación cuento:
Hace como sesenta años debíamos de ser en este país unos 20 millones de españoles. En Grandas de Salime, algo más de 2.000 y en Asturias posiblemente pasáramos de los 800.000. El médico de cabecera, solo, atendía a los que llegaban a su consulta e iba también a los domicilios que lo requerían. Además, cierto galeno de Ribadeo solucionaba los problemas de medicina general, traumatismos e intervenciones quirúrgicas de las que no puedo precisar éxitos ni fracasos porque, al fin y al cabo, poco podían elevar o disminuir el porcentaje de mortandad.
Había médicos en Fonsagrada, Navia, Luarca, Oviedo y me figuro que en todas las villas donde moraban también infelices oligarcas.
Las ambulancias se sabía que existían porque durante la construcción de la presa hidroeléctrica de Salime hubo muchos accidentes y alguna pasó por el pueblo. Por cierto: en aquel salto en construcción había médicos, hospital, practicante y hasta camillas para recoger heridos y algún que otro muerto en aquel abrupto terreno.
Coches de punto había tres o cuatro que rara vez debían de transportar enfermos. O debíamos de estar todos sanos, porque si los trasladaban no se sabía. Así que, de 3.000 o 4.000 habitantes que habría por aquel entonces, curábamos todos casi de milagro, pues al médico no llevaban a nadie, hasta que el cólico miserere se convertía en una aguda peritonitis.
Bien fuese por la falta de atención de los que corresponde o porque la gente se muere igual, no quedamos en este Concejo de Grandas de Salime ahora más allá de 800 seres.
Un día, mi madre cayó enferma y la atendieron el galeno y otro novel colega que también practicaba la medicina. Es decir, hacían prácticas y experimentos medicamentosos (que mi padre pagaba) con aquella mujer aquejada de aquellos fuertes dolores. Así un día y otro hasta que, a la semana siguiente, deciden, indecisos, enviarla a Oviedo. Le aplicaron un espasmódico y para allá la mandan a la consulta de un afamado especialista de la capital. Al llegar, éste le dice que el medicamento administrado para que su viaje fuera cómodo había sido el apropiado. Así fue cómo mi madre curó su maltrecha glándula hepática y no volvió a sufrir más de ella.
Moraleja: parece ser que cuanto más lejos está el facultativo, mejor se cura.
Si mal no recuerdo, desde entonces se reformó el viejo Hospital de Oviedo, se construyó la Residencia Sanitaria y la Maternidad y diversas clínicas y sanatorios en el centro de Asturias. Alguien se inventó seis Áreas Sanitarias y se construyó más tarde el Hospital (HUCA) en La Cadellada, ésta última demolida por cierto y de la que no se debería haber prescindido: jamás se vio a tanto enajenado mental al frente de la Administración.
¿O será que son unos cleptómanos saqueadores toda la caterva de individuos que hemos sufrido? Morirse es siempre un alivio.
Haxa salú, que de ésta sí que no nos salvamos (los viejos).
¿Sanidad llaman a esto?
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 30, ENERO DE 2014
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