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Atlántica XXII

De un futbolista que insulta a un periodista

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De un futbolista que insulta a un periodista

El portero del Sporting, Cuéllar, encarado con Beauvue, del Celta. Foto / Paco Paredes.

El portero del Sporting, Cuéllar, encarado con Beauvue, del Celta. Foto / Paco Paredes.

Félix Martín / Profesor del Instituto La Ería (Oviedo).

Los clubes de fútbol, toda vez convertidos en sociedades anónimas, optaron por agrandar su organigrama en la creencia de que solo así la nueva empresa arrojaría mayores beneficios. Es, en definitiva, para ellos, de lo único que se trata.

De esta forma, a la tradicional triada de un presidente futbolero (al que le tocaba hacer de todo), un entrenador y un delegado, se añadió un montón de personajes colaterales considerados imprescindibles para la empresa. Es decir, que si un preparador físico, un entrenador exclusivo para los porteros, un jefe de prensa, otro de protocolo, un delegado comercial, un médico con el fisioterapeuta correspondiente, un ojeador, un psicólogo, y a veces un largo etc.

El poder mediático del fútbol, nadie lo duda, es, a día de hoy, inconmensurable. No digamos su efecto de mecanismo espejo entre los jóvenes, quienes más allá de vestir sus camisetas de marca (carísimas), copian sus formas y maneras, gestos o celebraciones, sus cortes de pelo y sus tatuajes que, a veces, más que otra cosa, aparentan ser un muestrario de graffitis callejeros. Y lo que es mucho peor, los jóvenes repiten, también, sus más repudiables comportamientos dentro y fuera del terreno de juego.

En un momento en que la actualidad laboral demanda no ya solo una más que exhaustiva preparación académica en todos los órdenes, sería impensable que alguna empresa contratara, ni un par de horas, a demasiados futbolistas que se visten como desarrapados, se peinan como presos de larga duración y se expresan como si acabaran de salir de la más profunda de las cavernas.

La moda más reciente de aparecer en público con grandes auriculares en las orejas y el teléfono móvil en la mano son una forma añadida de desprecio a quienes aguardan su presencia, ávidos de la contemplación de estos dioses pequeños, con pies de barro, y a quienes de una forma u otra alimentan con su fanatismo, con su condición de socios o accionistas, de teleadictos o de compradores de la ropa deportiva que los mismos deportistas patrocinan, y de la que también se benefician.

Por si fuera poco, insisto, los clubes futboleros consienten todo este rosario de despropósitos como si de un valor añadido se tratara. Eso sí, siempre a favor de su cuenta de resultados. Incapaces de asumir la necesidad de una comunicación pública ordenada según unas formas de protocolo, sentido común y educación básica, los equipos de fútbol asumen hasta los más repugnantes desmanes de sus futbolistas, en la creencia de que son parte del guión.

De esta forma, resulta habitual que, tanto los propios deportistas, como, ojo, muchos de sus propios entrenadores, dediquen buena parte de sus tediosas ruedas de prensa, o entrevistas, no ya a reconocer los propios errores o las debilidades estratégicas correspondientes, sino a resaltar las fobias arbitrales, siempre culpables de sus malos resultados. Y sería también un mal menor, si no fuera porque lo hacen con expresiones groseras y burdas, malsonantes e insultantes, repetidas hasta la saciedad, cuando no, como en el reciente caso del portero del Sporting de Gijón, Cuéllar, con gravísimos insultos a un joven periodista deportivo que simplemente trataba de cumplir con su tarea laboral de informar.

Por todo, urge que los clubes deportivos que se precien de atesorar los mejores valores del deporte asuman también la necesidad de educar a todos sus deportistas que precisen de esta labor formativa. Si tenemos en cuenta que los futbolistas apenas trabajan unas ocho o diez horas semanales, les sobraría tiempo para recibir la formación que demasiados de ellos precisan, como el aire que respiran.

Si la sociedad actual demanda y recibe de parte de la Administración educativa una formación básica para adultos (en horario vespertino); si la propia Universidad ha ordenado sus más recientes planes a favor de las personas mayores que en su día no tuvieron la suerte de acceder a estudios superiores y que ahora asumen con ilusión, por la honra de ocupar su tiempo en favor de su propia formación, los clubes deportivos que se precien deberían reordenar sus organigramas con la presencia de un educador de formas y comportamientos. Incluso, por qué no, dentro de un reglamento de régimen interno que repruebe los desmanes de forma tan contundente como pública.

Solamente de esta forma merecerá la pena no ya solo presenciar una competición deportiva, sino incluso escuchar al final de la misma la opinión de sus protagonistas o entrevistados, con la seguridad, además, de que las buenas formas y las expresiones elegantes estarán tan alejadas de la zafiedad como de los insultos. El efecto del mecanismo espejo entre la juventud, a la que antes me refería, tomaría muy buena nota, nunca mejor dicho.

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