
Pablo Iglesias obtuvo 21 puntos más de respaldo en Vistalegre II, cuando fue reelegido secretario general, que en la consulta de la semana pasada. Foto / Isabel Permuy.
Xuan Cándano.
Cuenta José Gaos, en un libro que publicó en su exilio en México en 1957 sobre José Ortega y Gasset, que ambos filósofos frecuentaban Galapagar, lo que compruebo en un hermoso párrafo que me remite Luis Arias Argüelles-Meres. Gaos hacía de lo que su maestro llamaba “interlocutor”, aunque él mismo confiesa que el término no era otra cosa que un “cortés eufemismo para decirme que me necesitaba como oyente”.
Y allí en Galapagar, “sentados en las rocas graníticas, sombreados por alguna carrasca, aromados por los olores, todos secos, de las hierbas serranas”, Ortega y Gaos filosofaban con la cercana presencia del chófer del autor de “La rebelión de las masas”, que lucía uniforme y gorra de plato.
Pablo Iglesias e Irene Montero no debieron reflexionar lo suficiente entre ellos, ni tampoco debieron de escuchar opiniones autorizadas, cuando decidieron adquirir el lujoso chalet de más de 600.000 euros ubicado muy cerca de donde Ortega y Gaos se daban al pensamiento profundo.
El resultado de esa ligereza es una pérdida de credibilidad generalizada de ellos y de su partido, que no repone en absoluto la consulta entre las bases de la semana pasada. Es cierto que una participación del 38,5% del censo de los inscritos en Podemos es alta para este tipo de votaciones, porque la democracia directa aún está en pañales en España, incluso en un partido que hace bandera de ella. Y que el apoyo a la pareja del 68% de los votantes (128.700) es inapelable frente al 31% que pedían su dimisión (59.224). Pero la consulta se presentaba como un plebiscito y el rechazo al secretario general y la portavoz parlamentaria es mayor del esperado. También por ellos mismos, como se desprende de las palabras de Iglesias, que dice “tomar nota” de los votos negativos. Y eso sin contar a quienes se abstuvieron, en gran parte muy críticos con la compra del chalet.
Pero lo peor para ellos es que el rechazo entre su electorado es mucho mayor que entre sus bases, una dicotomía habitual en la relación entre los militantes de los partidos y la opinión pública. El alcalde de Cádiz, el popular Kichi, tiene razón cuando dice que los votantes de Podemos les pueden perdonar muchas equivocaciones, pero nunca ésta de sus máximos dirigentes, convertidos a sus ojos en la representación del modo de vida que combaten.
Podemos fue un parto del 15-M, una revolución pacífica que modificó la política y las relaciones de poder en España, aunque esos cambios sean lentos y a veces imperceptibles. Es el instrumento político que salió de la rebelión en las plazas contra un sistema político y económico injusto y anquilosado, que ha condenado al paro y a la emigración a los jóvenes españoles que protagonizaron aquella protesta masiva. Pero en aquellas ágoras de la modernidad no había siglas ni banderas, no se admitía protagonismo alguno de los partidos y tampoco se trataba de rejuvenecer a la vieja izquierda, aunque todo tenía un romántico aire asambleario y libertario.
Que del 15-M haya salido un partido político de izquierdas, clásico en su ideario y en su estructura orgánica, es una absoluta contradicción con el espíritu de los “indignados”. Ya lo dije mientras cubría informativamente Vistalegre I: ahí nació un partido vertical de corte leninista. En Vistalegre II se convirtió además en caudillista, otorgando todo el poder a Pablo Iglesias, cuyas cualidades para la vida pública son tan evidentes como la dificultad para innovar desde un partido político de izquierdas clásico. Justo cuando los partidos y la propia izquierda pasan en todo el mundo por una época de gran descrédito, lo que explica que la derecha incremente su hegemonía cuando aumentan la pobreza, la corrupción y las desigualdades, a la vez que irrumpen con éxito nuevas organizaciones y formas de representación política, como la plataforma electoral de Macron en Francia y 5 Estrellas en Italia.
Ha pasado casi un siglo desde que el sociólogo y politólogo alemán Robert Michels enunciara su “ley de hierro de la oligarquía” en su libro “Los partidos políticos”, en el que describía los inevitables vicios de estas organizaciones, que se han agudizado con el tiempo, al aumentar su poder y el control social que ejercen, asfixiante en países como España. Michels describía a los partidos como organizaciones cerradas, endogámicas, con élites y dirigentes hostiles a cambios y renovaciones, que ya entonces habían dejado de convertirse en medios para pasar a ser fines en si mismos. Si el alemán, que fue profesor en Italia, levantara la cabeza sobre el panorama actual de las democracias descubriría que además ahora están secuestradas por los partidos, convertidos en nidos de corrupción y oficinas de colocación de los políticos profesionales y los afines.
Michels sostenía que lo único que podían hacer las bases de los partidos era cambiar a un líder por otro. Eso acabará haciendo Podemos con Pablo Iglesias e Irene Montero, probablemente tras las próximas citas con las urnas, donde el chalet de la sierra les pasará factura electoral. Y eso que para pensar reflexivamente y no cometer errores ningún escenario mejor que Galapagar, ya sea de oyente o de interlocutor.
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