Mariano Antolín Rato / Pocos años atrás, algo hoy tan frecuente —«viral», en la parla de las redes— como hacer fotos con un teléfono sonaba a ciencia ficción. Y, sin embargo, no recuerdo que en ninguno de los relatos, películas o series del género se haya previsto que pasaría eso. O quizá sí. Mi conocimiento de la «fantaciencia» —Borges dixit—, aun no siendo enciclopédico, es bastante amplio. Y me apresuro a excluir de él a la rama conocida como «espada y brujería», tipo Juego de tronos y similares. En cualquier caso, lo mismo que pasó con Internet y gran parte de los elementos tecnológicos que ahora forman parte de la vida cotidiana, no fue adelantado por la «literatura de anticipación» —otro nombre propuesto sin éxito para la ciencia ficción —. No es extraño, claro. Arthur C. Clarke, autor entre otras de una novela corta que sirvió de punto de despegue a la pretenciosa película 2001: Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick, dijo que la ciencia ficción acertaba en su predicción del futuro igual que un reloj analógico parado. Da la hora exacta dos veces al día.
Pues bueno, resulta que una ley recientemente impuesta por el Gobierno de España —cuesta escribirlo con mayúsculas dado los (añádase el peyorativo preferido) que tienen mayoría absoluta— castiga la utilización de teléfonos para sacar fotos. En determinados casos a su conveniencia, faltaría más. La ley, que llaman de Seguridad Ciudadana, viene a sustituir a la del ministro taurino de los sociatas: Corcuera. Si ésta fue conocida como «ley de la patada a la puerta», a la nueva, todos los que no bailan al son de los (otro calificativo nada encomiástico) que mandan, la llaman «ley de la mordaza». Un nombre que quizá no sea demasiado original, pero describe con precisión una de las prohibiciones: fotografiar a las fuerzas del orden —los «maderos», para entendernos—. Así que los entusiastas de los represores que tengan planes de hacerse un selfie con ellos, mejor se abstienen por cuestiones de integridad física personal.
Ya, ya, uno casi estaría de acuerdo en que se impidiera esta estúpida nueva moda «viral», al menos en los museos, nuevos templos de adoración del arte. Pero con no frecuentar estos sustitutos de la misa de los domingos casi se consigue atisbar entre cámaras y cabezas el famoso cuadro que apeteció ver una vez más. Y asunto más o menos —más bien menos— resuelto.
Es imposible, sin embargo, que uno consiga escapar a la vigilancia constante del Estado con tendencias totalitarias que está detrás de ese acecho constante y que, en palabras de Todorov, «convierte en quimera las libertades individuales». El filósofo nacionalizado francés se refiere al acoso que sufre Edgard Snowden por hacer públicas informaciones top secret. Pero también podría hablar de Julian Assange —pace, feministas— y los demás de los Wikileaks que han demostrado que, sin ninguna duda, estamos vigilados las veinticuatro horas del día.
De eso tienen el monopolio los estados unidos. Y uso minúsculas porque no hago referencia únicamente a los de América. También en Europa nos tienen acosados. Y baste como muestra la reciente elección de un peligroso extremista de derechas como comisario (es decir, ministro) de Educación, Cultura y Juventud. Algo que tampoco extraña mucho si se tiene en cuenta al nefasto equivalente que nos toca padecer aquí.
Se anuncian plagas bíblicas si, pobres de nosotros, se cayeran las redes de Internet donde ahora los hackers —sí, «piratas informáticos»— libran batallas bien pagados por los Gobiernos bajo el nombre oficial de «expertos en seguridad». De los ataques y defensas de esos combates en las «altas esferas» no debemos enterarnos los desgraciados incapaces de acceder a semejantes cumbres. Podríamos poner en peligro, nos gritan todo el tiempo, el funcionamiento de unas desorganizaciones dedicadas al lucro de sus escasísimos miembros —ya se sabe, el economista Thomas Picketty demuestra que el 90% de la riqueza está en manos del 10% de la gente—. Consecuencia inmediata: los defensores en la calle de este atropello necesitan ser anónimos.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 36, ENERO DE 2015
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