
En las residencias de ancianos de Asturias no hay maltrato, más allá de casos concretos que son los que salen a la luz. Foto / Pablo Lorenzana.
Patricia del Gallo / Periodista.
Elida Suáez aguantó cinco años en una residencia del ERA. Se marchó porque podía y porque, según su propio testimonio, ya no soportaba la presión. “Aquello al final de mis días era una disciplina férrea como la que había vivido en mi infancia en una residencia femenina. Levantarse cada día a la misma hora, acostarse cuando te mandan, comer cuando te lo indican. Tratada como una incapacitada, analfabeta y como si la ley no existiera ya para mí por haber entrado allí. Me cansé de recibir órdenes y pocas explicaciones. No había sufrido y luchado toda mi vida para acabar obedeciendo como un borrego y, antes de que perdiera la cabeza y ya no me pudiera defender, antes de que me ataran a una silla, como hacían con otros residentes, me marché. Yo tuve suerte”.
No recuerda cuál fue, pero llegó un día en que la doctora en geriatría Ana Urrutia, natural de Bilbao, se cansó de atar a sus ancianos, se negó a darles más medicación para mantenerles tranquilos y se cuestionó muchas cosas, pero sobre todo una: “¿Cómo me gustaría que me trataran a mí al final de mis días?”. Desde entonces lucha por humanizar las residencias a través de la Fundación Cuidados Dignos. No le gustaba lo que veía, ancianos atados, en teoría para que no se cayeran, pero también observó que “para que no se movieran”.
En España el uso de sujeciones físicas en mayores y dependientes anda cerca del 40%, mientras en Dinamarca está en torno al 2% y en el Reino Unido o Alemania no supera el 5%. Eso les impide tocarse libremente cualquier parte del cuerpo, incluso rascarse si les pica. Viene del mundo de la psiquiatría y ha sido siempre un elemento muy controvertido. “Estar atado te hace sentirte indigno”, asegura. Por ello ideó métodos diferentes y con ellos ha demostrado que se puede controlar a los mayores sin sujeciones.
También se ha cuestionado el uso de neurolépticos. Llegaron a despedirla por negarse a dar más tranquilizantes a sus pacientes. “Hay una falta total de empatía con los ancianos. Son gente vulnerable que no se puede defender y muchas veces ni expresar y ello les convierte en víctimas fáciles para el abuso. A menudo no sabemos qué grado de demencia tiene la persona y resulta fácil decir: no se entera”. Por ello propone otro sistema que ya han puesto en marcha 150 organizaciones y “ninguna ha tenido que aumentar ni el presupuesto ni el personal”.
Ana Urrutia reconoce que en España “no atendemos mal a nuestros mayores, ni mucho menos hay maltrato en las residencias, más allá de casos concretos que son los que salen a la luz, pero hay mucho que mejorar”. Para ello es esencial “involucrar a las familias porque ellas son las que deben autorizar o no que a su padre o madre se les sujete o se les adormezca” y muchas “se desentienden”.
“Cuando la sociedad contempla a sus mayores como una carga y no como un tesoro, algo está haciendo mal”, asegura el catedrático de Derecho Civil Ramón Durán. “Ellos lucharon para que nosotros vivamos mejor y merecen nuestro respeto. Pero vivimos en una sociedad que solo valora a la población por lo productiva que sea y lo que no sea activo se abandona”.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 45, JULIO DE 2016
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