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Innovación, la nueva tiranía

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Innovación, la nueva tiranía

Mariano Antolín RatoMariano Antolín Rato / Ni siquiera dormir nos dejan. El sueño significa pérdida de tiempo. Es lo que predican los nuevos tiranos de la innovación constante. Hay que estar conectados las veinticuatro horas del día. Y los siete días de la semana. Todo lo demás supone una pérdida del  tiempo que obligatoriamente se debe dedicar a satisfacer la voracidad del actual sistema económico de mercados. La producción y el consumo incesantes que se impusieron después del final de la Guerra Fría son incompatibles con la inactividad. Vamos, que hasta la comida supone una interrupción indeseable para quienes imponen los modelos según los que debe regirse el funcionamiento de los sistemas informáticos que permiten forrarse a la minoría que manda. Y no exagero. Entre los más innovadores creativos de Silicon Valley —leí hace poco— se está extendiendo la moda de mantener una dieta estricta a base de un compuesto nutritivo que, mezclado con agua, permite no apartar la mirada del ordenador ni durante lo que se tarda en preparar la comida y tomarla. Por cierto, ese nuevo producto supuestamente alimenticio se llama Soylent. Ignoro si el nombre fue elegido basándose en el título de una mediocre película de ciencia ficción que rodó Richard Fleischer en 1973, Soylent Green, aquí titulada Cuando el destino nos alcance. Transcurría el 2020 —dentro de cinco años—, en un Nueva York poblado por 50 millones de personas, me parece, a las que se mantiene en guetos controlados por la elite que gobierna. Que precisamente es la que fabrica el compuesto sintético con el que se deben alimentar y se llama Soylent. Al final se descubre que para producirlo se utilizan cadáveres humanos. En fin, la tosca relación simbólica que se puede establecer con la situación actual no merece comentario. Quizá solo quede añadir que ahora no se necesitaría esperar a que muriera la gente. En realidad, los vivos ya formamos parte de la implacable cadena de producción constante en beneficio de los más ricos que son los que están en el poder.

Pero, una vez más, me he ido por caminos mentales que aparentemente se alejan del asunto que quiero tratar. Pues la innovación se diría que solo tiene un contacto muy tangencial con lo escrito hasta aquí. Y no es así.  O al menos eso se empeña en demostrar Evgeny Morozov, un joven y ya prestigioso profesor universitario que muchos consideran el enemigo más fiero de Silicon Valley. Nació en Bielorrusia en 1984 y, trasladado a Estados Unidos, publica libros y artículos en inglés —algunos traducidos— en los que arremete contra la supuesta función democratizadora de internet, y el papel decisivo que desempeñó en el derrocamiento de regímenes totalitarios, como difundieron ardorosos los medios con ocasión de la fugaz “Primavera árabe”.

Morozov llama ciberutópicos —él es acusado de pesimista digital— a los que defienden la idea tan difundida de que la tecnología resulta liberadora. “Hay muchas cosas positivas en las nuevas herramientas” —reconoce—. “Con ellas la gente puede resolver problemas y hacer cosas que antes no podía: comunicarse más, denunciar abusos del poder, monitorizar a la policía…”, Pero a continuación plantea si queremos que esos beneficios dependan de redes altamente centralizadas, tipo Facebook, afirmando: “Yo no critico la tecnología, sino a un proyecto económico que surge de la cesión a un grupo de empresas de infraestructuras que deberían ser públicas”.

Y de ahí pasa a analizar la esclavitud que supone la constante conexión con esas redes. Implica una entrega sin condiciones a sus propuestas. Limita las posibilidades del contacto directo. La capacidad de mirarse a los ojos. En definitiva —y resumo apresuradamente—, hace depender de unas informaciones en su mayor parte irrelevantes que buscan la adicción a novedades tecnológicas que proporcionan dividendos a unas empresas-Estado liberticidas. Su consumo exige una producción imparable. De ahí que las innovadoras tecnologías nieguen el derecho a desconectar ni siquiera para comer y dormir.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 39, JULIO DE 2015

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