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Jaime Herrero: “Prefiero que haya un millón de Españas o ninguna”

El pintor Jaime Herrero en su casa de Oviedo. Foto / Iván Martínez.
GALERÍA DE HETERODOXOS/AS.
Poco valen las definiciones para Jaime Herrero (Gijón, 1937). A sus ochenta años ha vivido tanto que resulta parco resumir en una entrevista las andanzas de este extraordinario conversador, que sobre todo es pintor pero también dibujante, ilustrador, cartelista, escritor, conferenciante, articulista y poeta.
Luis Feás Costilla / Periodista y crítico de arte.
Usted no se siente un heterodoxo.
Por una razón: el heterodoxo lo es de algo, de una determinada norma, de una regla, y yo a ellas no me atengo. Eso es cosa de académicos, y yo soy un creador, que es algo muy distinto.
Sin embargo, nada más heterodoxo que definirse como anarco-carlista.
Sí, estuve vinculado a ese grupo y al carlismo por distintos motivos. Primero familiar, fundamentalmente, por parte de la familia de mi madre. Un antepasado mío fue un guerrillero carlista famoso en Asturias al que se le dedicaron canciones que están en los discos de Juanón Uría: “Ya le llevan, ya le llevan, ya le llevan a don Pedro, / ya le llevan, ya le llevan, los soldados del Gobierno. // Si le llevan, que le lleven. No le llevan por ladrón, / le llevan por defender a don Carlos de Borbón”. El carlismo era una heterodoxia, una heterodoxia armada, y las epopeyas de guerrilleros carlistas tenían un aura de romanticismo que para un niño y un adolescente resultaba muy importante. Durante el Bachiller seguí siéndolo, porque en España los partidos de derechas eran una absoluta porquería, que abarcaba desde el fascismo a la derecha más tonta, más burguesa y más pedestre, y ser carlista era más divertido y más romántico. Luego, al llegar a Madrid, durante la carrera me encontré con un grupo muy grande de carlistas y además liderado por una serie de personajes jóvenes increíbles, que luego acabarían dejando el carlismo, como casi todos.
Su infancia transcurrió entre Oviedo y Madrid, donde asistió a tertulias como la que su padre, Domingo González de Herrero, tenía en el Café Varela con los escritores de la llamada generación del absurdo, como Wenceslao Fernández-Flórez, Enrique Jardiel Poncela o Miguel Mihura. Usted siempre ha practicado el humorismo como una forma de vanguardia.
El humorismo es una rareza, es la heterodoxia del pensamiento normal, cotidiano, y al mismo tiempo de lo serio, y hasta de lo importante. Si algún día oyes que hay alguien que hace humorismo con la tabla de multiplicar… ¡créetelo, porque seguro que existe! Pitigrilli, un escritor muy famoso de humor que durante años tuvo una sección en La Codorniz que se llamaba “Tiemble después de haber reído”, era pariente de mi padre. Y mi padre me regalaba La Codorniz cuando yo era muy pequeño para indignación de mis tíos, que eran muy ortodoxos. Para mí el humorismo era la fiesta.
Derecho Penal y Criminología
Y siempre ha sido un rebelde con causa. A los cinco años quemó su primer colegio y de adolescente se fugó del internado en el que estaba recluido.
Del internado de Villaviciosa me fugué varias veces. Siempre me detenía el mismo sargento de la Guardia Civil, que estaba sorprendido y me advertía de que si volvía allí me mataban. Me preguntó si iba a seguir fugándome y le respondí que no porque me dije que toda huida es hacia algún sitio y que si me fugaba de ese correccional (o, como decía mi familia, “internado”, que es más digno) no tenía adónde ir. Saltar la tapia del internado no era ir a ningún lado, porque la tapia del internado coincidía con las fronteras del país. Era como huir de un correccional a otro. Y decidí quedarme hasta que en un cabreo tremendo lo que hice fue enfrentarme y tener una pelea de muerte, por la que acabé en el hospital pero me llevé a varios profesores conmigo. ¿Por qué? Porque estaban pegando a un niño. Yo no era un rebelde, era un indignado.
Su familia quería hacer de usted un abogado, pero en 1960 emprende otra huida y marcha a París.
Era mi madre la que pretendía que yo tuviera una carrera, porque tenía unos primos médicos que para ella eran como dioses. Pero para mí la medicina era algo muy ajeno. ¿Médico? ¿Para qué? ¿Para sanar a la gente? Yo no soy un salvador, ni moral ni filosófico, así que tampoco anatómico ni físico. Luego lo intentó con la arquitectura, porque también era familia del arquitecto Vidal Saiz Heres y quería que fuera como él. Pero yo miraba para las fachadas y me parecía que todo era un bodrio. Entonces abogado. Cuando estaba en segundo me di cuenta de que no me interesaba nada la carrera, solo el Derecho Penal y la Criminología, porque en realidad los que me interesaban eran los criminales, unos seres extraordinarios, heterodoxos sanguinarios. Y ahí lo dejé.
En la capital francesa tuvo relaciones peligrosas con los bajos fondos.
Con las mafias de París y Marsella. Mi mujer ni se lo creía, aunque yo no reniego de las cosas que hice. Fue una época en la que nos dedicamos a hacer falsificaciones de moneda y a llevar pistola. Era un imperativo, como de los funcionarios llevar corbata. A mi mujer le enseñé una fotografía de grupo en la que se nos veía con algo sospechoso en la sobaquera. Era la vida de un joven emigrado sin un duro.
También trabajó tallando unas imágenes prerrománicas que luego eran vendidas como obras originales por un asesor del Louvre.
Yo hacía ese tipo de imágenes y como eran baratas me las compraban. Entonces ese señor me propuso hacerlas en serio y me llevó en la isla de la Cité a un estudio en las catacumbas normandas, que era como el foso de un castillo medieval de película americana. Me dijo: “Tú me haces las esculturas, yo te las pago y en paz”. Allí tenía a un pintor y a otros pobres que le hacíamos las falsificaciones y él las vendía en sitios oficiales, después de autentificarlas. Eso me dio mucho dinero. A los únicos a los que no estafaba era a los que trabajábamos para él. Reuní un pequeño capital con el que viví el gran mundo de París después de comprarme un esmoquin.
En París estuvo en contacto con los existencialistas, los patafisicos y otros grupúsculos de entonces. Uno de sus poemas fue cantado por Juliette Gréco.
Y por Patachou, que es una cantante francesa de la que ya no se acuerda nadie pero que fue muy importante, aunque no tenía el aura de Gréco. En la terraza de Les Deux Magots frecuentaba la tertulia que tenía junto a Jean-Paul Sartre y su señora, que me llamaba “el torero”, supongo que como insulto. Poca gente sabe que la Gréco tuvo una colección muy importante de autómatas, algunos del siglo XVIII, de los que luego yo llegué a dar conferencias en la Universidad.
En 1962 trabajó en el estudio en París de José Ortega, fundador del grupo Estampa Popular, al que ni a usted ni su amigo Eduardo Úrculo serían admitidos.
Porque no éramos del Partido Comunista. Fue algo que extrañó incluso a nuestros amigos comunistas, pero fue lo que se adujo para que no entrásemos en el grupo. Aunque más tarde creo que sí que admitieron a Úrculo, pero yo no insistí, porque si te cierran una puerta no picas dos veces, la tiras a patadas o no vuelves. Rondaba por allí el pintor Ricardo Zamorano, que se puso celoso de que Eduardo y yo ilustráramos la revista Triunfo y nos echó. En contra de lo que se suele creer, el mundo del arte de aquella época era muy costroso, muy vulgar, no era para hacer grandes amistades.
Exilio interior
Juana Mordó le pedía obra y le recomendaba que se instalase en Madrid, pero no le ofrecía nada seguro y decidió regresar a Oviedo con su madre, para afincarse definitivamente.
Mi madre en Oviedo tenía casa y estaba sola, así que me vine con ella porque tenía la impresión de que nunca le había hecho ni caso. Tonterías de adolescente. Nadie me supo aconsejar y la vida de Oviedo era plácida y algo tontona, todo lo contrario de lo que había tenido hasta entonces. Fui desarrollando como pude mi pintura.
Que era entonces muy expresionista y muy visceral, como muestra el cuadro de 1964 Sobre una guerra civil, que se exhibe en el Museo de Bellas Artes de Asturias. ¿Qué pretendía contar en él?
El permanente estado de guerra civil de este puñetero país, que lleva dos siglos de enfrentamientos fraternos. Lo pinté cuando las huelgas de los mineros enfrentados al fascismo. Me carga eso de las dos Españas, prefiero que haya un millón de Españas o ninguna, porque eso lo viví yo desde niño, cuando una de ellas había triunfado completamente. Incluso ahora la política española es una política de enfrentamiento, no hay manera de superarlo.
Oviedo era entonces una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes, cuya Crónica negra empezó a contarnos en 1967. Javier Cuervo le considera “el discípulo plástico de Clarín”.
En tintas como “El Espíritu Santo desciende sobre el Sindicato Vertical”, que se vendieron muy bien y de las que ya quedan pocas por ahí. En Oviedo siempre fui un exiliado interior, siempre estuve de más, aunque conseguí muy buenos amigos.
Sin embargo, en un momento dado estuvo muy presente en la ciudad, en la que deja numerosos murales, como el de la Casa del Estudiante (1967), el del bar Picos (1969) o los cuatro grandes lienzos para las salas de cine Clarín (1978).
Sí, deben de quedar tres o cuatro. Todo eso se lo debo a mi segunda mujer [María José Martínez Navia-Osorio, ‘Coté’], que fue la que me reinició en la carrera artística y me tejió la trama sobre la que se fue organizando mi obra.
En noviembre de 1971 realizó incluso una gran exposición simultánea en cuatro locales de Oviedo, tres galerías de arte y el cine Palladium. Sin embargo, por aquel entonces su pintura está protagonizada, casi poseída, por “el engendro”, que no sé si representa a un Franco agonizante.
En realidad, Franco formaba parte de esa historia que yo contaba, pero solo era un elemento más. Él encarnaba esa España de la que yo me quejaba. Oviedo por ejemplo, que no es una ciudad de humoristas, sino de graciosos. Yo quería que el humor mío fuese un cuchillo, no un hisopo, que por aquí ya tenemos bastantes. Un escalpelo. Y que se riese de esas cosas serias que el humor de Oviedo justifica, porque ellos solo se ríen de aquello que constituye un peligro para su constitución de clase.
¿Se consideraba entonces antifranquista?
Sí, a pesar de mis tíos, que eran franquistas puros, además de carlistas. Yo nunca fui franquista, ni de pequeño. Franco me parecía un ser híspido, estúpido, un señor que “tenía muy mal ver”, como diría una señora de Oviedo (franquista). Dentro del ambiente del carlismo en el que yo me movía, lo que había era un odio viperino hacia él, siempre le consideraron un canalla. Y, claro, él se lo pagó erradicando el carlismo de España, expulsando a su pretendiente, encarcelando a montones de gente… Yo tuve amigos que murieron en campos de concentración, tuberculosos.
De vuelta al negro
A partir de los años ochenta, deja de hacer esa pintura tan de cuchillo y hace otra más lúdica. ¿Era porque se vivía entonces un espíritu más de reconciliación?
El expresionismo feroz dejó de interesarme. Digamos que me voy adaptando a nuevos modelos de convivencia, que en parte me acercan a mis vecinos y por otra me alejan.
¿Qué opinión le merecen el Reinado de Juan Carlos I y la Transición?
No siempre pienso igual al respecto, tengo dos opiniones que se contradicen. Una me indica que fue una bendición, porque fue más o menos pacífica, pero otra me hace considerarla una absoluta trampa, un compadreo indecente que pervive hasta hoy en día. No hubiera podido hacerse como se hizo si la calle no llevara meses y meses en pie, con muertos en las aceras, en los despachos laboralistas, suicidios falsos en la Casa de Campo de Madrid. Salió bien para casi todos menos para el carlismo, que desapareció.
¿Sigue al corriente de la política?
Me sigue interesando muchísimo, hablo con políticos amigos míos, discuto bastante, leo toda la prensa que puedo, escucho las emisoras, pero tengo poca empatía con los partidos políticos actuales.
Usted participó en la fundación de Tribuna Ciudadana, la asociación cultural más activa de Asturias en los años ochenta.
Que tuvo una importancia muy grande y organizó actos a los que acudieron tres o cuatro mil personas. Su creador fue Juan Benito Argüelles, aunque yo le puse el nombre. Luego me dijeron que hiciera el logo, e hice el logo. Es como el Premio Tigre Juan de novela, que lo inventó Belarmino, el del pub del mismo nombre, me encargó a mí el dibujo para la banderola y le pedimos ayuda a Juan Benito, que era quien echaba a andar este tipo de cosas. Luego lo registró y lo sostuvo en el tiempo.
Con la Caja de Ahorros de Asturias ha hecho sus dos últimas grandes exposiciones en Oviedo, una en 1988 y la antológica de 2006. ¿Qué opina de que sea una de las pocas cajas convertidas en banco que ha prescindido de su obra social y cultural?
Se ha convertido en un puro negocio. Un negocio para ellos, porque allí medró mucha gente que salió directamente millonaria. Me pueden meter en la cárcel por decir esto, pero lo sabe todo el mundo. Destrozaron una de las empresas más dignas que ha habido en Asturias. Ayudó a instituciones, a personas, a artistas. Su desaparición es una prueba más de una sociedad en crisis.
Con Caja Duero expuso por primera vez su última serie, Refugios, iniciada en 2006, que fue mostrada en Salamanca, Valladolid, Madrid y Zaragoza pero todavía no se ha visto en Oviedo. ¿Es una vuelta definitiva al negro?
Mi expresionismo anterior no era negro, sino de monstruos, goyesco. Esta nueva etapa es otro mundo, muy sereno, de remembranza de la cantidad de refugios que yo tuve de pequeño, conforme a un recurso infantil, de niño de la guerra, que me hizo permanecer a salvo de las acechanzas de los mayores.
Pero no es usted alguien que viva del pasado.
Lo recuerdo constantemente, pero lo cronifico. Por ejemplo el interés por los cómics, que sigue vivo en mí, aun cuando la sociedad en la que yo crecí era aicónica, sin imágenes. Me interesa sin embargo su historia y su evolución, y ya tengo una edad suficiente como para lo que está detrás tenga un peso enorme, porque lo llevo encima. Pero eso en ningún momento me nubla lo presente, gracias a que por ejemplo leo la primera página de todos los periódicos todos los días. Sé que hoy la actualidad no es Carlos VII, sino Donald Trump.

Jaime Herrero en El Campillín (Oviedo). Foto / Iván Martínez.
“Soy un pre-muerto”
¿Tiene la sensación de que va a dejar huella?
Hay gente que me dice: “Tú eres Oviedo, hiciste de todo”. Sí, pero no queda apenas nada. Mi pintura cuelga en las paredes de las casas de algunas personas y tengo un cuadro en el Museo y otros dos en su sótano. Eso es lo que va a quedar de mí. Dejar huella es dejar algo y a mí me da la sensación de que me voy a evaporar. El otro día estaba pensando y me dije: “¡Coño! Si soy un pre-muerto”. Es el sentimiento con el que me levanto todas las mañanas. Puede sonar muy duro pero no es raro. Cuando la gente me pregunta cómo estoy yo siempre contesto: “Confuso”. Y es cierto. Toda persona sensible y preparada tiene que estar confusa, es lo que la realidad destila.
De sus múltiples actividades, ¿con cuál se siente más satisfecho?
Lo que más de la pintura, y de las artes gráficas, como dibujante, como grafista. Y me siento muy contento como poeta, porque con tres títulos no tengo una obra ni grande ni espesa, pero está muy bien y, aunque ya sé que no van a reconocérmelo, es muy distinta a todo lo que se ha escrito en Asturias, y muy novedosa. Y además ya ha tenido influencia, lo veo, aunque sé que en un marco puramente académico y eso conduce a muy poca cosa.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 49, MARZO DE 2017

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