
Carteles colocados en la verja de la Junta General en Oviedo tras una manifestación contra los recortes del Gobierno de Rajoy. Foto / Mario Rojas.
Por Luis G. Oliveira.
Son muchos los intereses, algunos muy cuantiosos y relevantes, cuya estabilidad depende de que el actual tinglado “democrático” se mantenga en pie tal como está, además de indolentemente ajeno a la sufrida realidad que le dispensa a una creciente mayoría ciudadana.
Consecuentemente, son muchos también los que dedican sus esfuerzos a que la fachada del sistema, al menos su apariencia, resulte mínimamente presentable ante la ciudadanía. Y es que hay demasiado en juego como para descuidar el escaparate democrático, ese en el que pública y reiteradamente tanto se pondera la Constitución –tan ninguneada en la práctica por los mismos que la halagan– y “el sistema de libertades” que en ella dice ampararse.
Pero el gran problema que tienen ante sí sus interesados avalistas es el del progresivo descrédito de la versión con la que se pretende hacer comulgar a un público crecientemente descreído y desengañado. Y es que, por mucho que se le apuntale, resulta extremadamente difícil mantener decorosamente en pie una fachada si la estructura que necesita para su soporte ha sido derruida.
La cuestión podrá contemplarse desde otras perspectivas, pero lo que la “casta” política tradicional ha hecho con la estructura en que se sustenta el vigente sistema político ha sido algo muy similar, degradando y desacreditando ese soporte hasta convertirlo en papel mojado y en justificado motivo de verdadera alarma social.
Guste o no, actualmente solo existe un verdadero poder: el económico y financiero. Todos los demás –el poder político, el militar o el religioso– han ido perdiendo la preeminencia que cada uno de ellos tuvo en su momento. Ahora pertenecen al pasado y, por tanto, están incuestionablemente subordinados al primero de ellos o situados en escalafones muy inferiores, aunque todavía sean objeto de interesado trato de favor por parte de aquellos a quienes les conviene otorgarlo, pero nada más.
Es un secreto a voces que el poder político alternativamente dominante ha claudicado ante el ahora hegemónico, al que ha vendido su indispensable labor funcional, de gestión legislativa y de intermediación social, actuando ya al dictado de lo que en cada momento se le indique por parte de sus dadivosos “tutores”.
Como inmediata consecuencia, el deplorable estado al que se han llevado algunos de los más trascendentes servicios públicos en este país es como para sumirse en la mayor de las impotencias. Sirvan como botón de muestra la sanidad, la educación o la dependencia, sin dejar al margen la catarata de consecuencias de diversa índole directamente derivadas de la imposición de una reforma laboral redactada en exclusivo favor de intereses totalmente ajenos a los de aquellos a quienes está dirigida.
Por si no fuese suficiente, a sumar al escandaloso grado de corrupción imperante –tanto a nivel estatal como autonómico– están algunos de los más politizados estratos del poder judicial, que parece que no pierden ocasión de dejar a casi todo el mundo con la boca abierta. Sus inverosímiles disposiciones y sentencias serán todo lo ajustadas a derecho que sus señorías estimen, pero es de dominio público que demasiadas de las más recientes colisionan estrepitosamente con la más elemental percepción al respecto de la inmensa mayoría ciudadana.
Simples apariencias
Mientras, la redistribución de papeles en la actual farsa “democrática” es un hecho evidente y plenamente asumido por sus principales intérpretes, que una vez concluida su teatral representación en el escenario político salen de él camino de las doradas “puertas giratorias” que el engranado sistema político/económico les brinda. Puertas por las que transitan, sin el menor pudor, desde un “socialista” tan prostituido y falso como Felipe González hasta esa rancia representación de la derecha más casposa que encarna José María Aznar.
Una vez cerrado el viciado círculo establecido entre el poder real y el oficioso, al primero tan solo le resta aportar lo necesario para que el subalterno poder político pueda renovar periódicamente su legitimidad, que para eso están las sucesivas convocatorias electorales.
Con la práctica totalidad de los distintos medios de comunicación en propiedad y los respectivos consejos de administración comiendo de sus manos, al poder económico no le resulta ningún imposible condicionar el voto de un gran sector social. Y no tiene nada que celebrar, pero es una incuestionable realidad humana que en esta cuestión las simples apariencias suelen ser lo que mayoritariamente más cuenta, a pesar de todo lo que pueda haber tras las respectivas fachadas.
Así, los estrategas que bregan en las principales trastiendas del subsidiario poder político, y que le tienen muy tomada la medida a ese irracional comportamiento humano, cuentan con una trascendente baza a la hora de “precocinar” sus muñidos mensajes; al parecer, dotados siempre de una portentosa capacidad para provocar selectivas amnesias colectivas.
Y es a partir de ahí donde reiteradamente se constata que no importa demasiado que determinados partidos estén enfangados en la corrupción hasta las cejas, que a decenas de sus representantes se les haya imputado judicialmente por la misma causa, ni que con sus políticas se perjudique a una inmensa mayoría en descarado beneficio de unas élites económicas siempre tan ávidas como insaciables.
La credulidad y la desmemoria son dos arraigados males humanos, pero lo que no resulta de recibo es que desde la más temeraria inconsciencia sean llevadas hasta extremos que rondan la estupidez más absoluta.
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