Diego Díaz / La crisis ha terminado. ¿Por qué? Porque lo digo yo. Así de fácil. Los mismos que nos metieron en ella nos dicen ahora que lo peor ya pasó y que estamos “en la senda de la recuperación”. La Troika nos felicita por ser alumnos aplicados en la destrucción de empleo, en el abaratamiento de la mano de obra y en el arte del tijeretazo al Estado del Bienestar. Mientras tanto, en algún lugar del sistema solar, Nicolas Sarkozy debe de estar descojonándose recordando aquellas palabras solemnes que pronunció en septiembre de 2008: “Tenemos que refundar el capitalismo”. Efectivamente el capitalismo se está refundando, pero a peor. Ahí está el Tratado de Libre Comercio entre la UE y los EEUU para demostrarlo.
Como explica Manuel Monereo en su último libro, lo que el PP, la CEOE y la Troika llaman “la recuperación” no es el regreso a los niveles de vida anteriores a la crisis, sino la evolución a otra cosa, a un nuevo modelo económico y de país basado en la sobreexplotación de la mano de obra, niveles de desigualdad altísimos e importantes bolsas de pobreza y marginación. La precariedad laboral, el bajo poder adquisitivo y el Estado social de mínimos no serían pues los “sacrificios” coyunturales necesarios para recuperar nuestro bienestar perdido, sino las condiciones permanentes del modelo hacia el que vamos, dentro de una geografía económica europea en la que se reforzaría nuestra especialización en la agricultura extensiva, el turismo y los servicios y procesos industriales con bajo valor añadido. Algunos hablan ya incluso de “relocalizar” industrias como el textil, eso sí, con unas condiciones laborales totalmente distintas, capaces de competir internacionalmente con China y otras economías emergentes.
No es un proceso únicamente español. Todo el Sur de Europa vive un proceso de “rumanización” o de “bulgarización”. Escojo estos dos países porque precisamente los funcionarios de la Troika reconocieron en abril de 2012 en el Parlamento Europeo que su objetivo era acercar los salarios griegos a los rumanos y búlgaros. Es decir, si hasta ahora Alemania y las economías fuertes de la UE contaban con dos periferias internas, una “pobre” –los países del Este– y otra “de clase media baja” –los países del Sur de Europa–, la tendencia hoy parece apuntar a una convergencia “por abajo” entre Sur y Este. Aunque los salarios mínimos de portugueses, griegos y españoles siguen por encima de los de rumanos, polacos o checos, estamos hoy por hoy mucho más cerca del Este que del Norte en materia salarial, pese a que nuestra percepción, llena de clichés y prejuicios, siga haciéndonos creer que jugamos en primera división. Y es que, para que nos hagamos una idea de lo bien que ha hecho su trabajo la Troika, el salario mínimo portugués es hoy 565 euros, apenas 100 más que el turco.
Frente a la competencia de China y otros países emergentes, el proyecto de las élites europeas son las cuentas de la vieja, seguir devaluando los salarios y las condiciones de vida de las capas medias y populares de un Viejo Continente pobre en recursos energéticos y materias primas, pero en el que sus habitantes seguimos sin embargo obstinados en tener vacaciones, pensiones públicas y múltiples servicios gratuitos prestados por el Estado. El Sur de Europa, y especialmente los países intervenidos por la Troika, es el laboratorio de este proyecto de empobrecimiento masivo, en el que la soberanía democrática queda reducida a un conjunto de reglas e instituciones para decidir cuestiones menores o triviales, pero que, como se puso de relieve en Grecia, en ningún caso se contempla pueda alterar lo sustancial.
En esas estamos, y tras las elecciones generales sabremos si el PP logra convencer o no a la gente de que más vale esta recuperación que lo bueno por conocer, que es mejor cobrar 600 o 500 euros por 8 horas de trabajo que seguir en el paro. O ellos o el caos social-populista y las promesas incumplidas, como ha sucedido en Grecia. Y es que en el fondo la derecha dice la verdad. Cualquier promesa de una salida justa e igualitaria de la crisis no es creíble si no va acompañada de un cuestionamiento profundo de las reglas del juego europeo. Las próximas elecciones girarán pues en torno al dilema resignación o esperanza, y que las calles lleven prácticamente apagadas desde la primavera de 2014, excepto en la Catalunya del procés soberanista, es la mejor noticia que existe hoy para los defensores de lo malo conocido. El cambio necesita efectivamente una máquina de guerra electoral bien engrasada, como dijo Iñigo Errejón, pero esa máquina necesita para funcionar a pleno rendimiento el combustible de la movilización ciudadana. Si después de diciembre esta no regresa, apoyada ahora en las parcelas de poder conquistadas y en el conocimiento adquirido en el 15-M y el post 15-M, corremos el riesgo de que el “ye lo que hay” se naturalice por estos lares para una larga temporada.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 41, NOVIEMBRE DE 2015
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