Ernesto Colsa / Una de las escasas ventajas que me ha supuesto ir haciéndome puretón consiste en haber aprendido a adoptar un sano distanciamiento frente a la polémica. Me he dado cuenta de que, salvo en lo que afecta al ámbito doméstico, de mi exclusiva incumbencia, carece de sentido emitir mi parecer acerca de cualquier asunto, pues son tantos los puntos de vista desde los que puede abordarse un acontecimiento, tantas las situaciones individuales de quienes se ven afectados y, sobre todo, tan grande el desconocimiento de sus innumerables matices y facetas, que muchos harían mejor manteniendo la bocaza cerrada. Un imbécil cuyas circunstancias personales ignoremos -meteorismo crónico, malos tratos en la inclusa, un lobanillo vergonzante…- puede emitir un juicio de valor disparatado, bajo el cual, así, subyace una causa remota, una razón de ser que en la mayor parte de los casos escapa al conocimiento de su interlocutor y le provoca incomprensión. Tampoco debemos descartar la prístina majadería proferida para irritar a la concurrencia, de modo que también conlleva una intencionalidad, lo mismo que si la suelta un ignorante con el fin de aparentar erudición. En cualquiera de estos casos no merece la pena debatir con semejantes sujetos, y caeríamos en su trampa si nos escandalizáramos o indignáramos ante la boutade o la estulticia, a menos, insisto, que ensucien el nombre de los nuestros, en cuyo caso la respuesta merecería ir más allá de la dialéctica. A mayor abundamiento, ¿qué interés tiene la opinión de un famosete sobre la crisis, la reforma de la normativa del aborto o el conflicto palestino? ¿Y qué decir de esas entrevistas a pie de calle en los telediarios, donde le preguntan sobre la última sentencia del Supremo a un pobre anciano que viene de echar la bonoloto y difícilmente podría pronunciarse sobre algo más allá de la ola de calor, otro clásico de la interviú más raquera? ¿O qué me dicen de las cartas al director, un género en sí mismas, tanto más fascinantes cuanto conservador el rotativo?
Como digo, el proceso sufrido no obedece a haberme vuelto más reaccionario con los años, ya saben, eso de que quien de joven no es de izquierdas no tiene corazón, y quien de mayor no es de derechas no tiene cabeza. Qué va, se trata de un vaciamiento ideológico parejo a la acumulación de datos y experiencias inherente al paso de los años, que me ha llevado a no pronunciarme sobre los grandes asuntos, no ya de la actualidad, sino de la humanidad misma; y no porque no quiera recibir una respuesta desabrida, que también, sino porque la mayor parte de las veces no tengo una opinión cimentada al respecto, pues pico de mucho pero cavo en poco, de modo que solo me siento autorizado para disertar sobre algo en cuyo conocimiento nadie me pueda aventajar, y todavía no he dado con ello. Por eso, cuando ATLÁNTICA XXII me encargó la elaboración de tres de estas columnas, eso sí, con absoluta libertad de cátedra, me sentí un tanto atribulado por asumir una responsabilidad que mis compañeros de página despachan con admirable soltura. Pero me impuse un ejercicio de relativización que me llevó a concluir que el oficio de articulista nada tiene de engorroso frente a otras labores cuyo ejercicio sí requiere especialización, tales como ponerles algodones en las napias a los muertos, traducir los libros de instrucciones de los misiles Tomahawk, reciclar residuos hospitalarios, componer los himnos de los equipos de curling, manufacturar manteca de cerdo, oficiar el funeral del tío al que se le cayó una roca encima mientras se beneficiaba a una gallina, supervisar todo el proceso productivo de las escobillas del váter, hacer las ilustraciones de la revistas del colegio de abogados de Albacete, o de Cluj-Napoca, o de Ciudad Quezón, poner el careto en las campañas publicitarias de la Conferencia Episcopal, pasar el mocho en las cabinas de la sex-shop…
-Alguien tiene que hacerlo- pensé, y empecé a escribir, entusiasmado, esta columna.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 34, SEPTIEMBRE DE 2014
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