Escribía el otro día Manuel Astur sobre la mentira mil veces repetida de que los borrachos y los niños siempre dicen la verdad. De hecho, el niño aún no sabe qué es la verdad o la mentira, y en su realidad no hay diferencia entre una y otra, y no hay nadie más mentiroso que un borracho, pues se miente incluso a sí mismo. Añadía Astur que hoy en día, a este mito de la verdad, también habría que añadirle las redes sociales: los perfiles de Facebook se parecen a un borracho, pues, cuando decidimos qué mostrar o dejar de mostrar, o fingimos enemistades o una grandísima amistad con personas que no conocemos, o mostramos un fanatismo que cara a cara no tenemos, lo hacemos no tanto para engañar a los demás como para engañarnos a nosotros mismos; también se parecen a niños, ya que, con demasiada frecuencia, no somos capaces de distinguir entre realidad y ficción.
Creo que el Facebook, las redes sociales o lo que se viene a llamar la identidad digital es una especie de antifaz de lentejuelas, de lupa con mango de perfil que ponemos sobre lo que deseamos aumentar. Tienen algo de los famosos espejos deformantes del callejón del Gato pero, sobre todo, del espejo de la madrastra de Blancanieves. Y esto llega a extremos delirantes, como la reciente detención de una mujer que traficaba con la hormona de crecimiento de su hija y se la vendía a unos amigos culturistas, los cuales se limitaban a utilizar las sustancias “por ego”, para mejorar sus propias marcas o aumentar su masa muscular y alardear de éstas en el Facebook. Las redes sociales se han convertido en un reclamo, en un podium, en un escaparte, en el protector de todo lo que es bueno, en un amigo de lo excepcional. En definitiva, en un intento desesperado por huir de la mediocridad.
Y ahora viene la gran pregunta: ¿tan nociva es hoy en día la mediocridad? ¿Hasta tal punto tratamos de escapar de ella y está mal vista en la sociedad? La respuesta que pondríamos en Facebook sería “sí”, pero la auténtica es “no”. La ineptitud está a la orden del día, y es tan cotidiana que es precisamente la que nos domina. Hace unos años, ya nos lo revelaba Laurence Peter con su Principio de Incompetencia: en cualquier organización jerarquizada, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel máximo de incompetencia, quedándose en los puestos más altos para los que en realidad no tiene ninguna aptitud. Decía Peter que de niño le enseñaban que las personas de posición elevada sabían lo que hacían, y le aseguraban que cuanto más supiera, más lejos llegaría. Pero, después de graduarse y conseguir su primer título académico, le sorprendió descubrir durante su primer año de enseñanza que numerosos maestros, directores de escuelas, inspectores e interventores parecían ser indiferentes a sus responsabilidades profesionales e incompetentes para el cumplimiento de sus obligaciones; por ejemplo, la preocupación principal de su director era que todas las persianas se hallaran al mismo nivel, que hubiera silencio en las aulas y que nadie pisara ni se acercara a los rosales. Y ahí fue cuando empezó a elaborar su Principio de Incompetencia, donde pone de relieve que muchas posiciones de alta dirección suelen ser ocupadas por gente sin la suficiente cualificación o aptitudes.
Aunque para esto no hace falta leerse ningún libro ni ninguna teoría económica o social, sinopasarte cinco minutos en cualquier cafetería o reunión familiar. Llama poderosamente la atención, no las eternas desavenencias entre patrón y empleado, que son harina de otro costal, sino que cada día con más frecuencia se oye hablar de los jefes no como tiranos, sino como ineptos. Y muchas veces es esta ineptitud precisamente la responsable de crear sin querer una tiranía. ¿Son todos los jefes y altos cargos del mundo unos incapaces? No, también hay jefes profesionales y capacitados (haberlos haylos, como las meigas, lo juro porque yo conozco alguno), pero el cómputo final es demoledor. Y, si la cúspide de la pirámide, es decir, la cumbre de los puestos de relevancia, es un cargo político, nos hallamos de frente con el súmmum de la incompetencia. Porque, tras “corruptos”, el calificativo con el que últimamente más nos referimos a los políticos es “incapaces” (si es que acaso lo uno no viene de lo otro). En unos tiempos en los que los trabajadores se han visto tan deshumanizados que se han reducido a mulas de carga, no puede reinar otra cosa que la negligencia.
Por lo tanto, reformulo la cuestión: el Facebook no es un intento para huir de la mediocridad, ya que no lo utilizamos para ser menos ineptos, más listos o más fuertes, solo para aparentar que lo somos. A esto se le llama fanfarronería. Y la fanfarronería, y no los méritos, por desgracia, sí está a la orden del día.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 32, MAYO DE 2014
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