
Manifestantes contra el PP en un conflicto laboral reciente. Foto / Mario Rojas.
Luis García Oliveira.
Podrá gustar más o menos, según a quién, pero lo que expresa el titular es el más descarado otorgamiento que el Partido Popular recibió de manos de la ciudadanía que le hizo ganar las elecciones el pasado 26 de junio. Con todo, es probable que buena parte de esos ciudadanos no sean plenamente conscientes de su anuencia con quienes hicieron a ese partido el más “laureado” por temas de corrupción en la historia de este país, aunque implícitamente no puedan eludir la responsabilidad de su connivencia al refrendarles para ponerse al frente de un nuevo Gobierno.
Que una parte tan voluminosa del electorado dé su confianza a una organización política enfangada en la corrupción hasta extremos antes inimaginables es algo que, al menos, merece el intento de desvelar sus causas.
Así pues, si de los votantes de ese partido se exceptuasen aquellos que siempre le apoyan –aunque llevase de candidato a la presidencia al pato Donald– aún quedaría un cuantioso resto de personas que no están entre esos “hooligans” del PP; o sea, que no forman parte de sus irredimibles adeptos y que, por tanto, pueden variar su voto en diferentes citas electorales. Los primeros tienen muy claro que, pese a quien le pese, lo verdaderamente prioritario para ellos siempre es conservar y promover sus propios intereses, que aunque raramente sean un ejemplo de legitimidad sí que son los de una clase económica y social diferenciada, que suele evidenciar lo muy a gusto que se siente manteniéndose al margen del “resto”.
Lo que ya se hace más difícil de racionalizar son las componentes que inducen a votar al PP a personas que, de ningún modo, pueden justificar que sus intereses –más o menos legítimos– coincidan con los de los principales valedores del Partido Popular; esos que siempre prefieren mantenerse en la trastienda, pero que son los que realmente controlan y manejan a su conveniencia a los principales títeres de lo que es su “guiñol” político.
En todo caso, no es ningún secreto que buena parte de ese tipo de votantes actúa bajo los efectos de una especie de “síndrome de Estocolmo”: primero se secuestra su voluntad mediante un elaborado discurso del miedo –especialidad de la casa– resumido en la disyuntiva de “o gobierna el PP o el caos y el desastre”. Después, y como consecuencia de esa fructífera estrategia, los afectados ya buscan por sí mismos la supuesta “protección” de sus secuestradores con un dócil y amedrentado voto.
Para completar la radiografía del votante popular queda por referir la de un aminorado grupo de crédulos que asienten ciegamente ante algunos de los más populistas mensajes “peperos”, aunque estos nunca se oigan fuera de las vísperas electorales ni tampoco sean asumidos por sus cínicos voceros. En realidad, quiméricos banderines de enganche utilizados en exclusivo beneficio partidista, mediante los que se pondera el esfuerzo personal, el trabajo y el orden social, además de otros atributos que tradicionalmente caracterizaron a la gente decente. En definitiva, un encarnado anzuelo al que siempre recurren los rebañavotos del PP en el “caladero senior” –principalmente– en el que aún se integra un respetable sector de población.
Quizás en esta especie de zoo popular alguien pueda echar en falta una última especie. ¿La de su ostentoso y nutrido pijerío, tal vez? Bueno, los que de éstos pueden considerarse “pata negra” ya estarían contabilizados entre los incondicionales del partido. Los disfrazados, los que fingen pertenecer a una clase social que, en realidad, nunca les aceptará entre sus filas –por carecer del imprescindible pedigrí– no son fácilmente identificables, aunque con toda seguridad sumen muchísimos más que los primeros.
Pero, sea cual sea el sector al que pertenezcan, todos ellos tienen el denominador común de haber contribuido a que el Partido Popular haya sumado 137 diputados; con diferencia, el partido más votado.
Una tarjeta de presentación que, dados los innumerables casos de corrupción con los que han inundado este país de punta a cabo, no resulta precisamente muy decorosa en el ámbito de las democracias que merecen ser consideradas como tales, además de constituir una de las más vergonzantes referencias que el PP ha añadido a la “marca España” en el ámbito internacional.
¿Alguien se imagina la credibilidad y la imagen exterior de un país que, mayoritariamente, ha elegido para gobernarle a un conglomerado político que se ha visto saturado de mafiosos y corruptos en todos sus niveles? Pues si no las han imaginado aún, mejor no lo intenten si es que quieren evitar sentirse embargados por un profundo bochorno y eludir el riesgo de caer en una depresión de –tal vez– cuatro largos años.
De otra parte, muy pronto podremos constatar –nada más transcurra agosto– qué era lo que de verdad celebraba la plana mayor “pepera” la noche del 20-J en la alborotada balconada de la sede genovesa.
Aquella premonitoria imagen, en la que destacaba llamativamente el descafeinado beso de Rajoy a su consorte y una exultante vicepresidenta dándolo todo a ritmo de batuca, va a tener una pronta lectura para la inmensa mayoría ciudadana. El resto no tiene de qué preocuparse; los crecientes problemas en la sanidad, la educación, la dependencia, las pensiones o el empleo son cuestiones que no les van a afectar, todo eso –con el beneplácito de buena parte de la ciudadanía afectada– quedará para los demás.
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