
Mariano Antolín Rato / La referencia del título pretende ser inmediata. Abundan y se consumen bastante, y hasta mucho, los relatos escritos o sus adaptaciones para el cine o la tele que se anuncian como basados en la vida real. Y si uno se atreve, arriesgándose a que lo tachen de radical antiguo, hasta saca a relucir la ya tan manoseada «sociedad del espectáculo», de Guy Debord. Lo que está pasando ahora mismo se corresponde, según un nada matizado recurso a esa visión, con la existencia exhibicionista dominante. Y baste con el ejemplo chapucero de los llamados reality shows, los selfies y tantos espectáculos de uno mismo en los que parece quedar de manifiesto el uso de la imagen como medio de transmisión de recuerdos y momentos insulsos entre individuos socialmente afásicos.
La concesión el año pasado del Premio Nobel de Literatura a la escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich originó una serie de conmociones que, si fueran terremotos, no pasarían de la magnitud 2, o como mucho 3, dentro de la escala de Ritcher. En realidad, afectaron exclusivamente a quienes practican un cierto tipo de periodismo y a los escritores que crean o imitan –que de todo hay– una literatura solo relacionada de modo tangencial, o eso pretenden, con el grado cero de la realidad. Los primeros, dentro de lo que desde no hace mucho se llama «periodismo narrativo», utilizan en textos informativos procedimientos propios de la novela. Entre ellos prefiero a la argentina Leila Guerriero y a su compatriota, radicado en España, Martín Caparrós. Son únicamente dos de los muchos, y algunos muy buenos, periodistas, sí, pero narradores con pleno derecho a ser incluidos en la esfera literaria. Los «literatos puros», por su parte, siguen moviéndose en un terreno escrito donde se mezclan lo real y lo que no lo es, lo que puede ser y no es —o casi es—, asumiendo que las cosas son más complejas y, por consiguiente, mucho más interesantes de lo que parecen.
En ninguno de estos grupos, aquí apresuradamente caricaturizados, se niega el trampolín de lo real como impulso fundamental de lo literario, aunque los «periodistas» primen lo que pasa por ahí –o les pasa a ellos: Guerriero afirma que la narración siempre es subjetiva– a la hora de ofrecer relatos que den cuenta del ahora. Se aferran a su papel de informadores del exterior para el que les contratan los medios donde publican. La noticia sobre un acontecimiento, que suele ser un desmán, es el fin, por mucho que sus efectos puedan resultar revulsivos e impulsen a tomar conciencia de alguna de las injusticias habituales que exigirían una acción transformadora.
El reconocimiento a la obra de Aleksiévich produjo la perturbación en grado menor y de carácter un tanto corporativista mencionada. Supuso un reconocimiento por parte de las altas esferas gremiales de lo que decenios atrás se publicitó con el nombre de «nuevo periodismo». Ya se sabe, el que practicaban en Estados Unidos grandes cronistas como el agudo y dandy Tom Wolfe, el salvaje Hunter Thompson, el más intenso de todos, Michael Herr, o los novelistas ocasionalmente dedicados a la no-ficción: Norman Mailer y Truman Capote. Y en Europa el alemán Günter Wallraff, considerado «periodista indeseable», o uno de los maestros indiscutibles, el «periodista legendario» polaco Kapuściński.
Ya, ya, Aleksiévich no hace lo mismo. Practica lo que ella llama «novela-confesión polifónica». Es novelista, desde luego, pero recurre al periodismo, y más en concreto a la entrevista. Articula un coro de voces que ofrecen y contrastan distintas visiones de una realidad espeluznante. En La guerra no tiene nombre de mujer –el único libro suyo que he leído aparte de entrevistas y el clarificador discurso de aceptación del Nobel– se apoya en la grabación literariamente elaborada de testimonios de mujeres rusas que eran soviéticas durante la Segunda Guerra Mundial. El resultado lo encuentro algo reiterativo y efectista. Quizá sea una impresión equivocada, y por eso tengo aquí cerca pendiente Voces de Chernóbil, que pasa por ser su obra cumbre.
Sin embargo, cuando explica el procedimiento que utiliza no puedo evitar el recuerdo de unas terminantes palabras de Janet Malcolm. Esta periodista genial considera que los miembros de su profesión explotan la confianza o la soledad de las personas. Se ganan su confianza para luego servirse de ellas. Algo que no me impide aceptar como literatura los resultados. La supuesta manipulación de los testimonios de otro, o la puesta en página de las elaboraciones hechas a partir de experiencias propias, convierten la realidad en literatura. Y solo literariamente habito este mundo indecente que de ese modo se convierte en una realidad conmovedora y digna de ser vivida por mucho que se la padezca.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 44, MAYO DE 2016
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