
Santiago Alba Rico / Hace unos días, en un vuelo entre Ibiza y Londres, una pareja borracha se desnudó y se puso a hacer el amor en los asientos del avión, buscando provocativamente la complicidad o, al menos, la atención del pasaje. La noticia se deslizó, entre la abundante calderilla mediática, de un tabloide británico a nuestros periódicos españoles; y es -podemos decir- lo contrario de una noticia, como las cosquillas son lo contrario de las caricias. Ahora bien, lo que me llama la atención de la crónica periodística es el testimonio de un pasajero: “Tuve que sacar mi teléfono. Nunca había visto algo así”. Esta reacción, para mí incomprensible, revela la fractura antropológica que han introducido las nuevas tecnologías. Frente a dos exhibicionistas que se ponen a follar en público, en el mundo antiguo se hubieran producido tres posibles respuestas: “nunca había visto algo así. Tuve que bajarme la bragueta” o “nunca había visto algo así. Tuve que bajar la cabeza” o incluso “nunca había visto algo así. Tuve que llamar a la policía”. En el mundo antiguo, todo se jugaba en torno al conflicto mirar/no mirar, como expresan tantos mitos y cuentos que alertan -Lot, Orfeo, Psiqué, Acteón, Melusina- sobre los peligros de la mirada. La naturalidad del testimonio de nuestro pasajero, y la de los lectores del tabloide, expresan en cambio una relación enteramente nueva con lo “nunca-visto”.
Varias cosas. Podríamos decir -y hasta considerarlo un avance- que ahora está permitido mirarlo todo si no fuera porque el pasajero utiliza un verbo imperativo: tuve que sacar mi teléfono, como obedeciendo a un instinto de defensa (“no tuve más remedio que sacar mi pistola”). Podría interpretarse, en efecto, que la escena le perturba tanto que, para defenderse, tiene que interponer entre ella y su mirada una cámara, según este principio antropológico que enunciaré a continuación: puedo y, aún más, debo fotografiar lo que no me está permitido mirar. Quiero decir, en definitiva, que nuestra obsesión fotográfica quizás no busca superar sino sencillamente suprimir todos los conflictos visuales. Aquello que fotografiamos no lo estamos realmente mirando y, por lo tanto, no nos compromete: lo reducimos al ámbito banal de la ficción. Si no tuviese mi teléfono, no sabría qué hacer ante una escena tan incómoda. Mi teléfono me impone la respuesta: ¡fotografiarla! Los móviles sirven, por tanto, para no tener que tomar ninguna decisión, ni siquiera gestual, ante objetos inesperados. Sustituimos un dilema por un gesto mecánico homologado, hasta el punto de que la cámara misma nos exime de intervenir: fotografiamos, por ejemplo, al náufrago que podríamos salvar.
En parte es cierto, pero hay más. Si “tengo” que sacar mi teléfono es porque lo “nunca-visto” se inscribe en un mundo que desprecia lo invisible, como desprecia lo invendible. No deja de ser paradójico que, mientras aceptamos que las grandes decisiones que determinan nuestras vidas (tratados de libre comercio o militares) se tomen en la oscuridad, consideremos invivible todo lo que de nuestras vidas no fotografiamos y no compartimos en las redes. Las adelfas que miro a través de la ventana mientras trabajo existen de tal modo para mí como “nunca-vistas-antes” (porque cada vez que las miro son nuevas) que necesito, en todo caso, conocerlas y describirlas, quizás en un poema. Pertenezco al mundo antiguo. En el nuevo las desprecio o, en todo caso, las fosilizo en la falsa transparencia de una imagen digital que no solo suprime todos los dilemas sino todos los relatos. Lo “nunca-visto”, capturado en una foto, me impide sufrir, sentir y pensar. Contra el pensamiento, la escritura y la fotografía de verdad, hemos convertido toda experiencia en una experiencia “turística”.
Al mismo tiempo el ámbito de lo “nunca-visto”, emancipado del azar, necesita ampliar su campo sin descanso. No deja de ser paradójico que, mientras delegamos pasivamente la política en otras manos, nos mostremos tan activos y tan audaces a la hora de sacar nuestro teléfono para arrojar chatarra al espacio digital. Ayer mismo leía la noticia de un hombre que suspendió a su bebé fuera de la ventana para fotografiarlo y obtener un like en Instagram. El “nunca había visto nada así, tengo que sacar mi teléfono” implica también la hipotaxis inversa, creativa, valiente y hasta militante: “tengo que sacar mi teléfono para producir algo que nadie haya visto antes”. Corremos mil riesgos -y sacrificamos virtualmente alguna vida- con tal de añadir nuestro “nunca-visto” al océano de la visibilidad, sin cuerpo y sin compromisos, de Internet. Las cosquillas existen, las caricias (y los golpes) no.
En definitiva: cada vez que queremos ahorrarnos un dilema, un relato o un pensamiento sacamos el teléfono y hacemos una fotografía que prueba fugazmente nuestra existencia, pero no la del objeto fotografiado. Es el mundo nuevo: no es que esté permitido, es que estamos obligados a fotografiarlo todo. ¿Todo? No, sigue habiendo objetos prohibidos, pero ya no son los dioses y sus misterios. O sí. Está prohibido fotografiar, por ejemplo, a los policías que reprimen nuestras manifestaciones y a las estrellas del balón que, explotadores de su propia imagen, se llevan a Panamá nuestro dinero.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 51, JULIO DE 2017
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