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Locura y patrones asesinos

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Locura y patrones asesinos

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Santiago Alba Rico / Veamos. Si un loco agraviado por el retraso de una carta decidiese atentar contra los carteros, necesitaría dos cosas: armas y un patrón operativo. Las dos cosas las obtiene de la sociedad en la que vive. Armas las hay a patadas y por todas partes y, si eres estadounidense, puedes conseguirlas en el supermercado y con tarjeta de crédito; y sin necesidad de ocultarlas, como el whisky, en una bolsa de cartón. En cuanto al patrón, las tradiciones culturales deciden. No solo cada sociedad genera o selecciona sus cuadros clínicos sino también sus manifestaciones públicas. El caso un poco legendario del amok malayo puede servir de ejemplo: todos los malayos, por así decirlo, se volvían locos de la misma manera, con los mismos gestos y las mismas consecuencias: carrera en la calle, furia homicida y depresión final acompañada muchas veces de suicidio. En nuestra cultura global, el prestigio y banalización de las armas, que “terroristas” y “antiterroristas” alimentan por igual, y la identificación de la existencia pública con la esfera mediática, han acabado por generalizar, a partir del modelo estadounidense, una especie de amok emulativo, competitivo y viral. El loco y el terrorista, cuando deciden pasar a la acción, están culturalmente obligados a provocar el mayor número de víctimas y a desaparecer en la operación. La “notoriedad” y la “causa”, tantas veces indiscernibles, se someten al imperativo narcisista del récord y la inmolación, de manera que el propio patrón cultural alimenta, a su vez, la acumulación armamentística.

Ese es el patrón habitual en las recurrentes matanzas en Estados Unidos. En el caso reciente de Orlando la cuestión se complica por un doble motivo. El primero es que Omar Mateen, el asesino, no disparó contra funcionarios de correos sino contra los clientes del Pulse, una discoteca frecuentada por homosexuales. Aquí no es solo el patrón operativo; también la “locura” se inscribe en un rechazo homologado, compartido por el 33% de los estadounidenses y con independencia del credo religioso y el género. La homofobia no es una locura. Es una ideología –en el sentido de una representación común de las relaciones humanas– y una ideología criminal que, antes de llegar a matar, genera persecución y sufrimiento en todo el mundo. Para que nos hagamos una idea: en España, un país excepcional, el menos homófobo de la tierra, hay todavía un 11% de ciudadanos que condenan la homosexualidad, una cifra que aumentaría sin duda si el pensamiento “políticamente correcto” no reprimiese los testimonios, pero que es ya suficiente para tener representación parlamentaria. En algunos países de Asia y África –donde lo “políticamente correcto” opera en dirección contraria– ese rechazo puede llegar al 95%. En Rusia, tras 75 años de comunismo, el porcentaje asciende al 77%. Ni siquiera en términos de libertad sexual hemos avanzado mucho en los últimos 3.000 años.

Pero Omar Mateen, estadounidense, era además musulmán. Era un musulmán homófobo. Estados Unidos es un país homófobo, como hemos dicho, pero es también un país islamófobo. En EEUU y en Europa la islamofobia está tan extendida que, del mismo modo que hay musulmanes homófobos, hay homófobos islamófobos e incluso homosexuales islamófobos. En el marco fraudulento de la “guerra contra el terrorismo”, hemos visto cómo los sectores conservadores estadounidenses, algunos con poder institucional, casi todos homófobos, han explotado la filiación religiosa del asesino para alimentar la islamofobia, que genera también criminalización, persecución y sufrimiento en millones de personas que comparten con nosotros la nacionalidad y el territorio.

Homofobia e islamofobia definen –y construyen– minorías vulnerables cuyos derechos deben ser protegidos. Como quiera que ser musulmán y ser homosexual no son identidades isomórficas, como quiera que se puede ser musulmán homófobo y homosexual islamófobo, como quiera –en fin– que la homofobia “occidental” puede estar eventualmente interesada en utilizar a la comunidad homosexual contra la comunidad musulmana, la defensa de las minorías se vuelve aún más complicada y urgente. Matanzas como la de Orlando deberían servir para que entendamos que ni la libertad sexual ni la religiosa constituyen una amenaza sino que, al contrario, son el fundamento y garantía de la democracia; y que Mateen atacó el Pulse como homófobo, no como musulmán; y que las medidas de excepción que reclama Trump no son pro-LGTB sino islamofóbicas.

En cualquier otro mundo posible habrá locos. No podemos luchar contra la locura pero sí contra los “patrones” culturales que la generalizan y la alimentan. Podemos luchar contra el patrón armamentístico-mediático que impone la lógica competitiva de la superación destructiva y el narcisismo público. Sin armas y sin cámaras, el número y gravedad de los crímenes disminuirá y empezará a ser posible distinguir la locura idiosincrásica de la ideología criminal. Pero podemos luchar asimismo contra los patrones de exclusión normativa que llamamos homofobia e islamofobia antes de que una y otra, alimentadas y explotadas por fuerzas conservadoras etnocéntricas, no solo multipliquen el número de matanzas y de muertos sino que acaben con nuestro frágiles libertades democráticas. Locos seguirá habiendo y encontrarán una piedra con lo que matar a un cartero inocente. Pero si disolvemos o, al menos, desactivamos estos “patrones”, algunos de mis amigos, homosexuales y/o musulmanes, se sentirán mucho más seguros. Y yo con ellos.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 45, JULIO DE 2016

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