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Los grafitis: trasgresión y museo

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Los grafitis: trasgresión y museo

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Mariano Antolín Rato / Sales a la calle y allí están. Desde que en la década de 1970 aparecieron desafiantes en paredes, muros, fachadas, vagones de metro y tren, se han reproducido a escala viral. Pues los grafitis ya forman parte, en ocasiones de modo agobiante, del espacio urbano. Bueno, más bien del periurbano, esas afueras donde ahora pululan los ni-nis con ganas de manifestar que también ellos, aunque ni estudien ni trabajen, todavía no se resignan a ser un estrato arqueológico más del basurero de la historia. Con aerosoles cuya procedencia es preferible no indagar, y siguiendo unas normas formales transmitidas informalmente a partir de las pintadas de antecesores rebeldes, trazan a toda prisa sus mensajes estéticos clandestinos. Por lo general responden a unos modelos de muy lejano origen norteamericano herederos del primitivo underground característico de Keith Haring, Jean-Michel Basquiat y otros muchísimos grafiteros que caricaturizan dibujos de una disneylandia descarada y trasgresora. Las referencias que sugieren van desde el expresionismo abstracto hecho a la fuga, hasta un arte pop de chavales inexpertos que no han tenido tiempo para retocar porque la pasma estaba al acecho. No faltan las cursiladas insoportables de colegio de niños consentidos, las copias repugnantes de cuadros famosos o las ilustraciones de relato fantástico de segunda regional. Por lo general, lo mismo que en todo, el 90% o más repelen. Con una ventaja, eso sí, sobre los espantos arquitectónicos en los que toca vivir y atacan en cualquier calle. Al menos los grafitis pueden borrarse. Resulta caro hacerlo, desde luego, pues leo que en Barcelona se han gastado casi 4 millones de euros en limpiar las pintadas del metro.

Llamar grafitis a esas intervenciones gráficas llamativas supone darles una categoría presente en su definición recogida por el Diccionario de la Academia. Mientras una «pintada» es «acción de pintar en las paredes letreros preferentemente de contenido político o social», el «grafiti» se define como «firma, texto o composición pictórica realizados sin autorización en lugares públicos». En este caso se añade un aspecto estético —legalmente más bien antiestético, ya que esta prohibido pintarlos y se persigue a quienes los hacen—, que en estos últimos años, y aunque muchos los consideren una plaga, se está imponiendo. Empezaron por autorizar los grafitis en determinados lugares, e incluso se convocaron concursos; y resulta que el «arte urbano» —como lo suelen llamar los especialistas— ha entrado en los museos hoy convertidos en uno de los centros del llamado «turismo cultural». La gente acude a ellos con difusas intenciones de pasar por delante de obras sacralizadas por su estancia en los templos oficiales de la belleza. Detenerse fugazmente para fotografiarse junto a las nuevas imágenes santificadas por su valor económico es actividad obligatoria de la visita.

Los tan denostados grafitis también se han integrado en ese sistema de valores. Después de pasar por ferias, mercados y subastas, desde hace poco han sido introducidos en los museos. Un caso muy difundido por los medios es el de Banksy, actualmente expuesto en un palacio de Roma. Banksy, uno de los más anónimos y famosos grafiteros antisistema, presenta una selección de sus pintadas y sus compañeros lo llaman vendido. «Un grafiti dentro de un museo es como un león en la jaula de un zoo» —protesta ruidosamente Blu, uno de los grafiteros italianos más conocidos—. Y junto a él otros muchos denuncian que las pintadas de Banksy han dejado de ser trasgresoras, ya no denuncian nada y carecen de la adrenalina propia de la incursión nocturna y clandestina. Cruzar la frontera que separa la calle de los museos, desde la perspectiva de un radical, supone una muestra más de la capacidad del capitalismo para fagocitar las críticas y convertirlas en productos de mercado. Los grafitis, por tanto, pierden su función primaria de molestar, estorbar, insultar o representar groserías. Aparecen como lo que no querían ser: obras de arte. Cualquier simpatía o rechazo que pudieran producir ha quedado sumida en un valor económico. Los tiempos imponen que hasta lo marginal e ilegítimo tenga un precio solo al alcance de esos pocos de siempre. ¿Nos dejarán algo?

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 45, JULIO DE 2016

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