Miley Cyrus se balancea desnuda sobre una de esas bolas que sirven para derribar edificios, en lo que parece ser la fantasía sexual de un albañil en paro (se percibe una clara añoranza de obra) y con una lengua afilada lame un martillo. La Hannah Montana que se paseaba por la pantalla de la televisión mientras nuestros hijos merendaban ha dejado la factoría Disney para enseñarle al mundo (y a los niños que la reconocen, atónitos) lo guay que es la sexualidad femenina, que se ajusta como un guante a una narración de Playboy.
En las redes sociales circuló de móvil en móvil la imagen de una niña haciendo una felación durante un concierto, y todo el mundo reflexionó en voz alta sobre el espanto que supone la mera existencia de esa joven precoz, que me imagino que llevará como una pesadísima carga el juicio colectivo. Sobre su compañero nadie hace ningún juicio: el valor, como en la extinta mili, se le supone.
Los chicos de la revista Mongolia le dicen a una feminista que les escribe una carta (no sé si real o inventada) que “les coma la polla” y después, ya en Facebook, aconsejan a las que se muestran ofendidas que les limpien la casa. Un montón de seguidores critica la falta de sentido del humor de ese caudal de “feminazis” que no les ríe la gracia.
En los periódicos más serios del país sociólogos y políticos se preguntan, inquietos, qué falla en la “coeducación”, después del asesinato de una niña de catorce años a manos de su novio, de dieciocho, y tras la proliferación de casos de violencia machista entre adolescentes.
En la pantalla, donde manda el impúdico mercado, se suceden los vídeos de la industria de la música, lanzando canción tras canción imágenes de sexualidad estereotipada y violenta, en un rango que va desde Shakira retorciéndose medio desnuda dentro de una jaula a la estética de chulos de barrio que prolifera en casi cualquier otro estilo musical. Como los chicos de Mongolia, los músicos están a salvo de críticas, porque “molan”, y ninguna monja feminista le puede cortar el rollo al sagrado lema del sexo, la droga y el rock and roll. Es la música que puebla los sueños de rebeldía de nuestros adolescentes, lástima que se parezca tantísimo a los valores que imperan en una fiesta de Berlusconi.
En el instituto, donde todos esos niños se van haciendo adultos debajo de peinados increíbles y embutidos en leggins o pantalones medio caídos, crece la chica que lleva la etiqueta de puta, que la sociedad reparte, desde hace siglos, para avergonzar a la sexualidad de las mujeres en cualquiera de sus expresiones, y a lo femenino en general. Antes que ella la llevó, por ejemplo, Janis Joplin. Porque a una zorra siempre se la puede callar con un rabo, que dirían los chicos de Mongolia, que se creen transgresores, y que por tanto desafían a lo “políticamente correcto”, con el mismo mensaje que usan los empresarios que celebran un negocio en un burdel. En lo “humanamente correcto” parece que no piensan.
En los años cincuenta y sesenta, la música popular se convirtió en el rito de iniciación occidental para entrar en la vida adulta. Reivindicó el sexo como experiencia liberadora, en reacción al puritanismo religioso de las generaciones anteriores. Lo hizo de la mano de un discurso de hedonismo y disfrute que ha llegado para quedarse. Esa visión del mundo como un sitio para el placer ha sido utilizada por el mercado de masas como palanca para que acudamos a los centros comerciales en nuestro tiempo libre; el mercado también se ha apropiado de toda esa rebeldía juvenil y nos la ha devuelto en forma de piercing en la nariz y tatuaje en el brazo.
La sexualidad, que antes estaba dominada por la Iglesia y era esclava de la doble moral de la burguesía, nos la vende ahora el capitalismo, que también nos prefiere enfrentados. Nos la vende en forma de “belleza” femenina y en forma de vivencia masculina del poder (“dame una polla y moveré el mundo”).Ya no nos la impone el cura, sino el publicista; han cambiado las formas, pero es deprimente lo poco que se han movido las intenciones. Los poderosos han logrado con la crisis destruir los derechos arrancados por nuestros antepasados con lucha, dolor y muerte. Ahora vienen a por nosotras.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 29, NOVIEMBRE DE 2013
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