A mediados de 2008 comenzó a aplicarse en España una tasa sobre el precio de determinados soportes digitales de reproducción que fue conocida como el canon digital. Se trataba de extender el régimen de compensación equitativa por copia privada, vigente y pacífico desde 1987, a las últimas generaciones de determinados elementos electrónicos. A algunos no les gustó la iniciativa y, como respuesta, se lanzaron a soltar unas cuantas ideas muy simples. Una era que el legislador prejuzgaba la vocación pirata de los consumidores. Otra invocaba el derecho inalienable del individuo a hacer de su capa (el disco, la impresora, la cámara de vídeo) un sayo. Incluso llegó a decirse que el canon constituía un atentado a la libre circulación de las ideas. Lo cierto es que las empresas comercializadoras de los bienes afectados tenían margen sobrado para soportar el canon sin trasladarlo al cliente pero, lejos de transitar ese camino, echaron más gasolina al fuego, aduciendo que no tendrían más opción que la de subir los precios. Por supuesto, también se rasgaron las vestiduras de la libertad individual, seguramente porque ese espantajo es ya un saldo reciclable en los países en los que se fabrican sus productos.
El caso es que el ataque al canon digital encontró cientos de miles de aliados, sobre todo en Internet, y así pudo consolidarse una opinión pública dinámica y furibunda que se expresaba en todos los foros, desde los bares y chigres más populares a las revistas especializadas. Agotado el proceso, la piratería se extiende por el país sin el menor reproche social, las salas de cine van cayendo una a una y el canon digital ha sido abolido en 2011. Objetivo cumplido. Ahora bien, que la desaparición de la tasa no haya tenido traslación alguna, a la baja, hacia los precios de los productos afectados carece, al parecer, de importancia, a juzgar por el clamoroso silencio de aquellas aguerridas huestes que, en su día, nos liberaron de la tiranía y del latrocinio. Se ve que, para ladrones, las multinacionales son más guay. El Gobierno, con sus impuestos, no llega ni a chachi.
Hace unos cuantos años tuve ocasión de almorzar con el director de expansión de una de las más importantes empresas de distribución comercial del mundo. Acababa de abrir un nuevo centro en Gijón y yo me atreví a preguntarle si no se cargaría el comercio local. Se rió. Podía demostrarme que la instalación de un centro como el suyo no solo no reducía el número de licencias comerciales de los alrededores, sino que lo aumentaba. Es posible que la tienda de ultramarinos tuviera que dejar paso a una franquicia de telefonía, pero el pequeño empresario no desaparecería si se andaba espabilado. Y añadió: “Porque los comerciantes locales son, en realidad, mis socios, los que animan el cotarro. Mi verdadera competencia son los libros, los cines, todo aquello que impida que el ocio se dedique a otra cosa que no sea comprar. Así que mi objetivo consiste en lograr que la gente gaste lo más posible en mis establecimientos, aunque sea a costa de renunciar a la práctica del montañismo o a la asistencia a algún club de lectura; incluso a costa de que pierdan la noción del tiempo. Para eso, en nuestros edificios quitamos la comunicación con la luz exterior y obviamos los sistemas más eficaces de señalización de las salidas, da igual lo que digan las normas de seguridad y de accesibilidad”.
Creo que no necesito poner ejemplos de cómo estas ideas se nos están imponiendo. De modo que sí, que el hábito sí hace al monje. “Por eso, nuestro objetivo es alterar esos hábitos, los hábitos de consumo, conseguir que la gente no sepa qué hacer con su tiempo y que lo gaste con nosotros”, insistió aquel buen hombre, no sin orgullo.
Parece fácil pero debe de ser difícil. Confieso que yo no sé cómo hacerlo. Pero, cuando pienso en episodios tan tristes como el del canon digital, llego a la conclusión de que ellos sí lo saben. Lo saben muy bien. Y no piensan desvelarnos el truco.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 29, NOVIEMBRE DE 2013
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