Dicen que el ateísmo es disolvente. Con todo, resulta mucho peor el sindiosismo, esa doctrina que, reconociendo la existencia de un dios verdadero, pasa de Él como del tío Gilito. Podría intentar aquí una definición técnica del concepto, pero Woody Allen hizo algo mejor en su relato breve El gran jefe: ilustrarlo con un ejemplo. En este cuento, el detective Lupowitz recibe la visita de Heather Butkiss, una despampanante mujer que le formula el encargo de averiguar si Dios existe. Tras una ristra de entrevistas con personajes del hampa filosófico, Lupowitz consigue una cita con el Papa en el restaurante italiano Giordino. Sentado ante el Pontífice, que despacha sin miramientos un suculento plato de spaghetti, el detective va al grano: “¿Existe Dios?”. La respuesta podría ser considerada la declaración fundacional del sindiosismo más puro: “No lo sé. Pero ¿qué más da? Mientras haya dinero…”.
Hace unas semanas, Víctor Lapuente publicó en el diario El País un interesante artículo titulado “La derecha sin Dios”, en el que compara la actitud ética de los conservadores del ámbito anglosajón, nórdico y centroeuropeo con la de los países mediterráneos. No suscribo la totalidad de su análisis, pero me quedo con el argumento de que, en tanto Cameron o Merkel intentan adornar sus políticas con referentes éticos (Edmund Burke, por ejemplo), Berlusconi, Rajoy y compañía constituyen una derecha con Iglesia, pero una Iglesia de dogmas y de normas que ha dejado de lado la moral social.
Por otros caminos, puede llegarse a la misma conclusión. La Reforma de Lutero trasladó la responsabilidad personal al terreno de la fe. “Peca mucho, pero cree más”. De esta forma, en Nueva York o en Berlín, uno puede conseguir la salvación eterna aunque sea un depredador financiero sin el menor escrúpulo, siempre que se crea un poquito eso del Ser Supremo. Al quedarse sin otro código de conducta, también se quedaron sin policía que los vigile (su Iglesia no tiene cabeza visible), de modo que el mundo protestante se ha encontrado con la barra libre del liberalismo, sin que nadie pueda afearle la conducta. Eso sí, hay que mantenerse en la fe y hacerlo públicamente, para no levantar sospechas. Pero no hay problema: basta con decir que eres creyente para que te canonicen (Margaret Thatcher está a un palmo de subir a los altares). Y, claro, si reconoces tu fe, algo tienes que decir de vez en cuando sobre los pobres, y sobre los ancianos, y sobre el futuro de las nuevas generaciones. Léete un discurso cualquiera de Bush y verás que está lleno de estas referencias.
En los países del sur, en cambio, la Iglesia católica ha mantenido su edificio en pie. Y, como el órgano crea la función, en Asturias o en Roma, si quieres sentarte a la diestra del Padre cuando te mueras tienes que respetar sus normas. Lo de que creas o no creas es algo que el confesor de turno no puede comprobar. Por eso se conforma con que cumplas sus ritos y preceptos, nada más. Si, encima, lo llevas bajo palio, te aplaude con las orejas. De aquí que, en España, o en Italia, la derecha no necesite de los referentes morales. Les basta con un Rouco que, de vez en cuando, les pase el cepillo. No encontraremos una sola reflexión ética en mil discursos que leamos de Dolores de Cospedal, pero, eso sí, la señora va a misa con mantilla.
Sospecho, con Víctor Lapuente, que esta alianza entre la derecha liberal y la iglesia ritual puede llevarnos al desastre. Ya lo había avisado John Milton mucho antes, a propósito de Satán, cuando supo que el paraíso se había perdido para siempre: “Así pues, ¡adiós esperanza, y, con la esperanza, adiós temor, adiós remordimientos! Puesto que todo bien está ya perdido para mí, ¡oh, Mal!, sé mi bien, merced a ti compartiré al menos el Imperio con el Rey del Cielo”.
Pensemos en Aznar, sin ir más lejos. Para él, el planeta no es verde, sino azul, de modo que podríamos tirar toda la mierda del mundo por el sumidero que la cosa no dejaría de ser una cuestión de color, es decir, no ética sino estética. Cualquier día lo vemos en el consejo de administración del banco del Vaticano, ganándose la Vida Eterna.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 30, ENERO DE 2014
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