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Atlántica XXII

Melancolía en septiembre

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Melancolía en septiembre

Xuan CándanoXuan Cándano.

Lo malo de los tópicos es que son ciertos. El gallego no se sabe si sube o si baja, los asturianos pecamos de grandonismo, no hay anchoas como las de Santoña y aquí me tiene usted de nuevo describiendo la melancolía de septiembre, un mes bello y triste en el que la luz escapa, vuelven el cole, el fútbol y las ruedas de prensa de los políticos, y uno ya se pone a añorar lo perdido, aunque ahora escriba desde el paraíso de una playa casi vacía en un día plomizo típico del Cantábrico, en el que el gris del cielo compite con el de las rocas.

Detesto la Nochevieja, sus campanadas horteras y la alegría forzada de los que solo son noctámbulos por un día y por obligación, pero sobre todo la falsedad de una celebración que de forma natural se debería trasladar a estas fechas de paso entre la luz y las sombras, entre la vida y la supervivencia, porque no otra cosa es la uniformidad del calendario y sus estaciones, que nos impone un exilio interior de nueve meses, como un embarazo no deseado y sin derecho al aborto. La vida se mide en veranos y cumples tantos años como estíos has disfrutado.

No uso reloj durante todo el año, ni lo soporté nunca sobre mi muñeca, pero en los veranos mi calendario se guía por las mareas. Soy un sumiso esclavo de su exactitud nada rutinaria, porque la mar y la luna nunca repiten en estas costas abruptas su mágico espectáculo gratuito y diario.

Una bajamar luminosa, de esas en las que el sol tiene permiso para entrar en recónditas cavidades prehistóricas, solo accesibles a sus rayos, puede ser en el Cantábrico fiero lo más parecido al éxtasis.

Solo entonces puedo emular los paseos por estos pedreros del sabio Rafael Altamira, extasiado entre rocas milenarias y ante la vida marina microscópica, donde una patexa puede parecer un monstruo huyendo velozmente de mis pies descalzos.

Huele a yodo y a ocle, y las piedras del camino están pintadas de un verde vegetal que ningún artista podría colorear con tal maestría, aunque las algas laminarias, que formaban grandes praderas verdes, poniendo una alfombra oceánica a los acantilados, hayan desaparecido como si golpearan con sus tallos a los escépticos sobre el cambio climático.

Cuando la mar se retira para exhibir sin pudor sus secretos puedo alcanzar mi pequeño paraíso perdido de cuyo nombre no quiero acordarme, donde el tiempo se paró un día cuando no existíamos los humanos, que ahora solo tenemos acceso a estos privilegios naturales si respetamos sus caprichos: silencio, paz, el ropaje de la naturaleza, muchos baños de mar y algunos de sol. También se nos permite la lectura y el trabajo reflexivo, como el que provocó el parto de este artículo.

Las pleamares acotan el terreno y el escapismo. Obligados a convivir, los bañistas formamos cuadros dispersos, como los de Sorolla con niños desnudos bajo la luz levantina. Sorolla pintó esta misma playa desde la que escribo, pero se desesperaba porque era incapaz de captar la luz cantábrica cambiante, donde ahora solo emerge el blanco de las olas encrespadas formando espuma sobre el agua verde, bajo una violeta cúpula celestial.

Con las pleamares los yonquis marinos formamos una singular cofradía en comunales y prolongados baños en los que no faltan tertulias y se habla de lo maravillosa que es la vida en estos veranos norteños tan previsiblemente desconcertantes, en los que la quietud sigue a la tormenta y el calor sahariano al fresco otoñal. Pero sobre todo hablamos de la temperatura del agua, una conversación recurrente entre los yonquis marinos, como el clima entre los extraños que coinciden en los ascensores.

Lo de los yonquis marinos no es una figura literaria. Si la tormenta marina o los policías de salvamento nos impiden bañarnos y el salitre no moja nuestro cuerpo, un extraño desasosiego nos devora y somos capaces de buscar donde saciar el mono en los lugares más inverosímiles. Este verano coincidimos varios en una de esas jornadas aciagas en la playa del Silencio, tras un recorrido desesperado por calas y escondidas playas sin salvamento.

Resignación en septiembre, esa ave de paso que inspira a los poetas y a músicos sensibles como Kurt Weill, Lou Reed y Green Day, ese mes tan cruel y tan hermoso como el final de un amor adolescente. De verano, naturalmente.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 40, SEPTIEMBRE DE 2015

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