
Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII.
La de los insumisos de los años noventa –aquellos jóvenes airados y entusiastas que lograron acabar con la mili en España– fue una de las revueltas más hermosas que recuerdo. La misma palabra que los señalaba invitaba a sumarse a la fiesta, porque es la más bella del diccionario. ¿Habrá algo más digno que ser insumiso?
También recuerdo sus cánticos y sus eslóganes. El más divertido era aquel de “quintos sí, pero de cerveza”, que en Oviedo se complementó una vez con una entrega masiva y gratuita de botellines de Mahou. Pero había otro grito mucho más subversivo que festivo, que me evoca ahora la guerra de banderas en los balcones de esta España y Catalunya nuestras: “Un patriota, un idiota”.
Sé que no todos los patriotas son idiotas, porque conozco a muchos justos e inteligentes. Ni todos los que ignoran o detestan a patrias, Estados y banderas son íntegros y lúcidos, porque también entre los descreídos puede anidar el fanatismo.
Yo soy patriota a mi manera, sin trapos, soflamas o himnos, ni siquiera ese homenaje al absurdo que es el “Asturias Patria Querida”, donde un mozo enamorado baja y sube sin sentido de un árbol con una flor, como si se hubiera metido un tripi mañanero.
Mi patria es la infancia, como la de Rilke y la de todo el mundo. Es la inocencia y el miedo del primer día de clase, cuando pierdes la libertad definitivamente. Los charcos del camino siempre húmedo y verde por el que iba a la escuela. Los boleros y los tangos tristes y desgarrados que cantaba mi madre mientras limpiaba la casa frente al mar azul. El compañerismo inevitable y cuartelero de colegiales reprimidos en un colegio de disciplina inglesa, porque bien dijo Max Aub que la patria está donde hiciste el Bachillerato. Los amigos y las amigas que lo son para siempre, los que se fueron y los que nunca se irán, porque todos somos protagonistas de la canción de Amaral y en la calle pasábamos las horas.
Mi patria va de junio a septiembre, como la de Eugenio d´Andrade, aunque el cambio climático la está alargando y ya me baño en La Cantábrica en octubre, porque ahora al sol le entra más tarde la pereza. Mis fronteras las marcan las mareas. No conozco más himno que el de la sinfonía de la mar en los pedreros ni mayor emoción embriagadora que la del olor de las bajamares, con las patexas saltando entre las rocas.
Mi patria es la gente, empezando por los míos y las mías, que te arropan y te quieren con tus defectos. Quienes cumplen esa obligación vital de ser felices y procurar que los demás lo sean. Y los demás, los que pasan a tu lado o intuyes ahí fuera, con sus miserias y sus grandezas, también evidentes en los vaivenes de la historia. ¡Cuánto orgullo sentí de pertenecer a esta raza de animales de dos patas en la utopía de los primeros años de la Transición, cuando creíamos posible en nuestra candidez un mundo sin amos ni esclavos! O en las plazas del 15-M, cuando una ola de rebeldía provocó temblores en las cuevas con moqueta de los poderosos sin alma. Y qué vergüenza el espectáculo del pueblo agachando la cabeza, tan habitual cuando se acerca a una urna o a una televisión de plasma. O ahora mismamente, peleándose por unos trapos con unos colores que al desteñir quedan todos iguales, tristes y marchitos.
No entiendo a estos patriotas tan prestos a lucir sus banderas y romper las enemigas, y tan indolentes ante las injusticias y las desigualdades en aumento, que inevitablemente afectan a sus hijos, sus amigos o sus vecinos, porque entre las patrias ibéricas no hay diferencia a la hora de echar a patadas a generaciones enteras de jóvenes condenados a la emigración. Si el capital no tiene patria, o solo la Suiza Patria Querida de Forges, ¿por qué nos peleamos por ellas los currantes?
Debo de ser idiota, pero no me gusta este patriotismo español tan prepotente, imperial y uniforme, incapaz de entender la maravillosa diversidad de sus pueblos. Ni el patriotismo estrecho, pacato y provinciano de los nacionalistas catalanes, que no entienden siquiera el alma libertaria de su deslumbrante y cosmopolita capital. Ni al folclórico y acomplejado patriotismo covadonguista asturiano, siempre mirando a Madrid desde abajo, y eso que nosotros estamos aquí arriba ensimismados en nuestras montañas, sin percatarnos de que el problema consiste en que necesitamos una Asturias más asturiana.
Como sigan así de pesados voy a tener que alargar mi patria inmaterial de enero a diciembre, aprovechando las ventajas del cambio climático.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 54, ENERO DE 2018
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