
El dictador norcoreano Kim Jong-un supervisa la bomba H que su Gobierno haría estallar días después.
Mario José Diego Rodríguez / Sindicalista jubilado.
Estas últimas semanas hemos asistido a una intensificación de agrios intercambios verbales entre el presidente estadounidense Donald Trump y Kim Jong-un, dirigente de Corea del Norte. Intercambios que se intensificaron después de la última prueba nuclear norcoreana.
Desde que Trump amenazó con desencadenar “fuego y furia” sobre ese país de 25 millones de habitantes, incluso barajando la posibilidad de utilizar armas nucleares, Kim Jong-un hace pública su intención de bombardear Guam, isla del Pacífico en la que Estados Unidos tiene instaladas bases militares.
Desde su advenimiento Trump nos acostumbró a ese tipo de declaraciones y los dirigentes norcoreanos a la demagogia nacionalista anti estadounidense para justificar su dictadura.
No obstante, más allá de esta última consideración, existe una razón imperiosa para que las cosas sean así: el imperialismo estadounidense no tolera que ningún Estado le haga frente levantando la cabeza. Y es precisamente lo que Estados Unidos reprocha al régimen norcoreano desde el comienzo de su existencia, una vez acabada la Segunda Guerra mundial.
Entre 1950 y 1953, los Estados Unidos lideraron una guerra en Corea que provocó varios millones de muertos. En los años posteriores, Corea del Norte ha sido víctima de un embargo que se ha mantenido hasta hoy. Cada año, alrededor de la misma época, el ejército estadounidense –acompañado por el de Corea del Sur– realiza maniobras militares intimidatorias a la vista de Corea del Norte y abiertamente dirigidas en su contra.
Hoy por hoy, podemos tener la sensación que asistimos a un partida de póquer mentiroso, por una parte y otra, y que ninguno de los dos países desea realmente desencadenar una guerra nuclear; no obstante, hay razones más que suficientes para preocuparse del constante ruido de sables. Y, si el riesgo es real, los principales responsables son los dirigentes de las grandes potencias occidentales.
Multiplicando los focos de conflicto, desde Oriente Medio hasta esta región de Asia, el imperialismo occidental transformó el mundo en un inmenso polvorín que puede volar por los aires de un día para otro. Ha sido la voluntad de imponer su supremacía en todo el planeta lo que llevó Estados Unidos a bombardear las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945.
No hace mucho, en 2003, para derrocar a aquel que fue uno de sus gendarmes en Oriente Medio, y que de pronto consideró demasiado desobediente, el dictador Saddam Hussein, Estados Unidos se lanzó en una aventura militar que sumergió la totalidad de esa región en la guerra y el caos.
“El capitalismo lleva dentro la guerra como la nube la tormenta”, escribía el dirigente socialista Jaurès en vísperas de la Primera Guerra mundial. Fundamentalmente nada ha cambiado: la rivalidad entre grandes potencias y la continua prospección de nuevos recursos y mercados para aumentar los beneficios de una minoría privilegiada que domina la sociedad siguen siendo hoy los ingredientes que desencadenan guerras y barbarie en cualquier punto del mundo, condenando millones de personas a una vida mísera y sin esperanza, cuando tienen la suerte de sobrevivir.
Viendo ciudades como Mosul en Irak o Alepo en Siria; la población de Yemen diezmada por el cólera, consecuencia de una guerra que se prolonga desde hace años, ¿cómo no hablar de barbarie? ¿Cómo no hablar de barbarie viendo a esas mujeres y esos hombres, huyendo de la miseria y las guerras, perder sus vidas en ese cementerio en el que se convirtió el Mediterráneo?
Aquí mismo, en España, no morimos bajo bombardeos incesantes, pero una parte importante de nuestra población está condenada a vivir en la pobreza, en la miseria y en una inseguridad social que nos esclaviza a todos. Esta situación es el fruto de otra clase de guerra, esa guerra social sin cuartel que los mismos han declarado al conjunto de la población, cuando el atesoramiento de sus beneficios se ralentizó.
No cabe duda de que tenemos que preocuparnos de hacia donde nos lleva la locura de este mundo capitalista, incapaz de salir de una crisis si no es para meternos en otra peor, provocando cada vez más miseria y más guerras. Tendremos que poner un término a esta salvajada, si no queremos que los poderosos acaben con nosotros.
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