
Mariano Antolín Rato
Hoy en las grandes ciudades muchas veces más que respirar se suele toser. Parece como si en ellas hubieran cortado el suministro del aire. Bastantes especialistas dignos de crédito —varios son premio Nobel— lo atribuyen a un impulso propio del ser humano que le hace adaptarse al medio natural de manera agresiva, esto es, transformándolo para su beneficio. Y analizan un cambio climático evidente anunciado por ciclones, lluvias torrenciales, sequías, olas de calor y, en las ciudades, la contaminación asfixiante.
Aquí, sin embargo, van a dejarse de lado el aumento y virulencia de esos fenómenos climáticos extremos producto de la acción humana. Y durante unas cuantas líneas no se tendrá en cuenta el apocalipsis pronosticado. Tampoco la inquietud generada como consecuencia de una economía renqueante, unas rapaces instituciones disfuncionales y, por supuesto, el calentamiento global.
Se tratará de algo mucho más superficial. La conversación tan frecuente sobre el tiempo que hace o hará, y menos sobre el que hizo. Constituye un modo habitual de establecer contacto entre las personas. Y permite ir un poco más allá de la transacción meramente comercial establecida con el quiosquero, el taxista o alguien con quien se mantenga un trato distante, aunque repetido o de cierta duración. También es un modo neutro de evitar asuntos de índole política, deportiva o personal. Y si tengo ganas de hablar, sirve de inicio a una conversación donde demuestro mis extensos conocimientos referidos a la situación climática.
No exagero mucho cuando escribo que mis saberes acerca de las predicciones climáticas son amplios. Siempre que puedo presto gran atención a las informaciones del tiempo que obtengo por Internet y ocasionalmente la tele. Las que dan por la radio me son ajenas, puesto que la única emisora que escucho es Radio Clásica, y no las incluye. Es más, tengo mis vaticinadores climáticos preferidos y me suelo atener a ellos. Por ejemplo, las predicciones que gracias a Google recibo del Meteosat me sirven de guía para las distintas horas del día. Y, si estoy en Cataluña, las que ofrece TV3 raramente fallan. De las demás cadenas televisivas generalistas, que esporádicamente conecto a la hora en que trasmiten la información meteorológica, me fío mucho menos, sin que por ello deje de prestarles atención por si acaso añaden algún dato interesante, aunque sea de lugares lejanos.
Sí, reconozco que se trata de una manía, y a quienes viven conmigo les extraña que esa singular afición —compartida en mayor o menor grado con mucha más gente— me haga perder tantos minutos. También a mí me resultaba rara hasta que recientemente llegué a atribuirle un motivo. Se relaciona, o eso intuí, con cuestiones referidas a la infancia y primera adolescencia que pasé en Asturias. Allí —o aquí para bastantes de los hipotéticos lectores de estas notas deslavazadas— las variaciones climáticas son frecuentes.
Y de niño, y sobre todo de quinceañero, el que hiciera buen tiempo determinaba gran parte de mi vida. Las excursiones y, en especial durante el verano, el ir a la playa o no, dependían de la lluvia. Y en las playas, por la mañana, a la edad en que empezaban a gustarte las chicas, era donde se iniciaba el ligue con ellas. Dado que entonces todavía no existían los móviles, y que pedirle su número de teléfono suponía un paso difícil de dar en los primeros y tímidos contactos, si al día siguiente llovía —y lo hacía incluso en julio y agosto— la playa estaba desierta. Los anhelos de volver a estar con la chica de tus sueños se esfumaban. Tenías que esperar al próximo día bueno para volver a encontrarte con ella, intercambiar algunas frases y, si la cosa se ponía bien, hasta cogerle de la mano a la hora de ir a darse un chapuzón.
De modo que la predicción del tiempo constituía un elemento determinante para prever el futuro de aquellos primeros e ingenuos amoríos. Y desde entonces, da la impresión de que he quedado marcado, y sin motivo aparente, por la posibilidad de tener fracasos —sentimentales o de otro tipo— debido al clima. Nostalgias que nos afectan a algunos.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 55, MARZO DE 2018
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