Mariano Antolín Rato / Los policías del pensamiento aparecen por primera vez con ese nombre en 1984, la tan frecuentemente citada novela de George Orwell. Su atroz trabajo consiste en detener a quienes piensan en cuestiones que contradicen las directrices impuestas por el Partido –en el libro queda claro de sobra cuál es tal Partido–. Para ello cuentan con unos aparatos que, en los últimos años de la década de 1940, cuando se escribió y publicó la novela, son una especie de televisores con micrófonos incorporados. Por medio de ellos se enteran de las conversaciones entre personas que están cerca de las telepantallas, que es como los llama Orwell. Las torturas son la consecuencia inmediata de esas desviaciones de la línea general.
En estos comienzos del siglo XXI, semejante sistema de control resulta de lo más primitivo. Aunque no existan, que yo sepa, cuerpos policiales con ese nombre, el seguimiento de lo que piensa la gente puede llevarlo a cabo cualquier Gobierno que se lo proponga. Y parece ser que no faltan los que, llamándose democráticos, se aplican a ello –dejemos aparte a los abundantes regímenes políticos que ni siquiera pretenden regirse según lo que para Platón era gobierno de la multitud, o Aristóteles denominó gobierno de los más, y sus desarrollos a través de casi mil quinientos años–. Así que dadas las recientes investigaciones que se centran en la lectura de la mente, uno solo tiene que recordar aquella «perversión funcional del instrumento», de Sánchez Ferlosio, según la cual «todo lo que se puede usar, termina usándose», para temer que se instaure una nueva policía del pensamiento. En realidad, William Burroughs ya la preveía mucho antes, y se le tachó de paranoico.
Preciso, por si acaso, que aunque pueda compartir la debilidad por los detectives privados perdedores de las novelas negras, reducto de moda y muchas ventas entre progres aficionados a la denuncia social y el costumbrismo, los policías pertenecen a la clase de personas que más miedo me dan. Y que, por mucho que me atraiga poco la «nueva novela social», también dedicada a unos menesteres sin duda tan loables, la prefiero a esas novelas de género porque los policías aparecen como instrumentos de un Estado represor que funciona con el apoyo de la corrupción, tanto a escala regional con los constructores levantinos –caso de una buena novela de Chirbes–, como a escala global con los valores de las bolsas de cambio dispuestos a cargarse a países enteros –caso de Grecia–.
Todo lo anterior viene más o menos a cuento si se lee que investigadores alemanes y estadounidenses están dedicados a traducir las ondas cerebrales en textos legibles. Utilizando un interfaz cerebro-máquina –afirman informaciones que parecen dignas de crédito–, han logrado registrar ondas cerebrales y convertirlas con más de un cincuenta por ciento de acierto en letras, palabras e incluso frases completas. Los neurocientíficos consideran que cada pensamiento, emoción o acto queda reflejado en un torrente electroquímico que es posible registrar. «Nuestro sistema descodifica frases completas», asegura Christian Herff, investigador de un llamado Laboratorio de Sistemas Cognitivos alemán. Pero precisa que para ello se necesita conectar los electrodos directamente en el cerebro con el fin de que la señal tenga mayor resolución espacial y temporal. Esto es, hay que abrir la cabeza. Y no parece que existan demasiadas personas que estén por la labor aunque se anuncie el gran adelanto que supone esa «electrocorticografía intracraneal» para la curación de la epilepsia, la esquizofrenia y otros trastornos mentales.
Sí, ya sé que no es lo mismo. Pero hace muy poco más de mil especialistas en inteligencia artificial solicitaron públicamente que se prohibieran armas que maten solas. Entre ellos están el fisico Stephen Hawking, el lingüista y agitador social Noam Chomsky y uno de los fundadores de Apple, Steve Wozniak. Quizá a una escala más de andar por casa, convenga proponer que se impida la lectura de pensamientos a organismos que puedan pagar a unos policías especialistas en la persecución de quienes no estén dispuestos a aceptar, por ejemplo, que los algoritmos cibernéticos supondrán un cambio radical del modo en que el ser humano habita el mundo. Por pedir que la vida suceda fuera de las redes, que no quede.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 40, SEPTIEMBRE DE 2015
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