Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII.
Que en Francia, donde nació la izquierda con la Revolución a finales del siglo XVIII, las elecciones presidenciales se vayan a dilucidar entre el candidato de la derecha y la candidata de la extrema derecha da que pensar. Y no precisamente con optimismo. Pero más vale pensar, aunque sea para ahuyentar las pesadillas, que ocupar el tiempo en lamentaciones, que es lo que lleva haciendo desde hace mucho lo que aún llamamos izquierda, desaparecida en combate incluso antes de la caída del Muro de Berlín, derribado por los habitantes del Este y no por ninguna conspiración del capital y su aliada la derecha.
Asusta el auge de la extrema derecha, pero también el simplismo con el que los gurús del fundamentalismo democrático despachan el del populismo, identificando a ambos y a políticos tan distintos como Trump, Le Pen, Tsipras o Pablo Iglesias. Hasta meten en el mismo saco a Beppe Grillo, probablemente el fenómeno más interesante de todos ellos, que ni siquiera es político ni falta que le hace.
Y los llaman despectivamente populistas desde los púlpitos dorados de los grandes medios de comunicación, como si todo político no lo fuera por definición. Ser político es humillarse ante el pueblo halagándolo en vísperas electorales para luego no acordarse de él hasta la siguiente: aunque en campaña están siempre, hasta cuando van los domingos a comer a casa de mamá. Y gobernar a golpe de encuestas, como hacen todos.
¿No fue populista en la Transición ese gran beatificado por los sumos sacerdotes de la democracia española que se llamaba Santiago Carrillo, cuando tragó con los restos del naufragio del franquismo, creyendo que eso daba réditos electorales y lo convertiría en el líder de la izquierda española? ¿No era populista José María Aznar, que se aleja ahora del PP ¡por sus veleidades nacionalistas! pero cuando vivía en La Moncloa hablaba catalán en la intimidad? Y Javier Fernández, cuando humilla y ningunea a los asturianos tratándolos como ciudadanos de segunda al dedicarse a salvar al PSOE mientras preside el Principado en los ratos libres, ¿no practica el populismo con los españoles?
Yo también soy populista. Escribo para la gente y, para que me presten atención, a veces empleo guiños (como ahora mismo). Soy así de populista.
Lo que llaman populismo no es la causa, sino la consecuencia de una doble crisis, la de la democracia liberal y la de la izquierda, que son de la misma quinta y se mueren de viejas.
La democracia liberal representativa, la única que conocemos, nacida con las revoluciones burguesas, basada en el sistema de partidos y su alternancia, con su clase social de políticos profesionales liderándola, seguirá siendo el menos malo de los modos de Gobierno, pero ya no se puede decir que sea el del pueblo. Líbrenme Mostequieu y el afán de libertad que anida en todo ser humano de defender en modo alguno a las llamadas “democracias populares” del “socialismo real”, que eran una real dictadura. Pero también ahora es muy difícil encontrar argumentos para sostener que las democracias actuales, tan consolidadas algunas por el tiempo y todas con sufragio universal, tengan Gobiernos e instituciones que representen al pueblo.
A los ciudadanos en las repúblicas democráticas y a los súbditos en las monarquías que también pasan por tal, como la española, ya nadie los engaña y hace tiempo que están desengañados sobre el verdadero origen de poder, que reside en grandes corporaciones y grupos de interés a los que nadie eligió en votación alguna, que se imponen a Gobiernos e instituciones y ante los que los políticos no son más que empleados muy bien remunerados. Manda más un invisible hombre de negro, un alto ejecutivo de una multinacional o un especulador de la era digital que cualquier jefe de Estado, o que todos juntos cuando se reúnen en sus cumbres.
Y eso la gente lo sabe perfectamente, desde el profesional de la sufrida clase media que lee la prensa salmón hasta el nini que no tiene interés ni en si mismo o la ama de casa que solo se informa con María Teresa Campos. Todos son víctimas de la última crisis del capitalismo, que en realidad fue una estafa, de la que salen más pobres y más indignados al ver que aumentan las desigualdades, algo que comprueban en su propio entorno. Y frente a ello reaccionan con ira o con desprecio. A esa respuesta airada o despectiva es a lo que llaman populismo.
Y frente a esa indignación de la gente la izquierda no tiene respuesta. Hace mucho tiempo que está desaparecida en combate. Su parte más moderada ya no es izquierda hace décadas, sobre todo desde la Tercera Vía de Tony Blair y otros socialdemócratas, entre ellos los españoles, que acabaron abrazando el dogma neoliberal y al capitalismo desbocado y canalla que analiza César Rendueles en su libro. Y la izquierda que no perdió la dignidad está en su casa, perpleja y desencantada, dando el callo en los movimientos sociales que resistieron la avalancha de Podemos o asistiendo estupefacta al suicidio de esta organización, inevitable desde que se convirtió en un partido de izquierdas.
Eso en España, una excepción en el mundo al igual que otro puñado de países del Sur de Europa, Portugal, Italia, Grecia, probablemente por el virus contra la derecha que les inoculó el fascismo que soportaron en el siglo XX. En el resto del planeta la respuesta a la crisis no viene de la izquierda, borrada del mapa en los países que la fundaron y que fueron sus feudos, como Gran Bretaña y Francia, sino de la xenofobia, el proteccionismo o el nacionalismo excluyente. Eso que llaman populismo los populistas democráticos.
La crisis de la izquierda se empezará a resolver el día en el que se comprenda que el socialismo ya no sirve para acabar con el capitalismo y construir una sociedad más justa.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 48, ENERO DE 2017
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