
Concentración republicana realizada en Oviedo el pasado lunes, al conocerse la abdicación del rey. Foto / Pablo Lorenzana.
Luis Feás Costilla / Periodista. Ser republicano es como ser monárquico, un esencialismo sin demasiado sentido. Hacer profesión de fe resulta siempre un ejercicio hasta cierto punto arriesgado, toda vez que los hechos suelen ser barridos por el viento huracanado de la historia. En su momento pudo parecer necesario restaurar en España la monarquía en la transición a la democracia (la dictadura franquista, no lo olvidemos, no tuvo rey, aunque sí sucesor), e incluso legitimarla con el apoyo de ex falangistas y comunistas, pero el régimen trepa que vino inmediatamente después truncó muchas de las expectativas, que ahora con toda la razón vuelven a reivindicar las generaciones más jóvenes. Su aspiración, muy sencilla, es vivir en una democracia mejorada, en la que impere la justicia social, donde se pueda ejercer sin egoísmo el derecho a que nos dejen en paz y que no nos fuerce continuamente a la desobediencia civil.
Con la reciente abdicación del rey Juan Carlos, son muchos los que se han lanzado a las calles para reclamar la llegada de la Tercera República, como si el modelo de Estado resolviera por sí mismo todas las contradicciones (no lo hizo las dos veces anteriores). No se dan cuenta de que los valores llamados tradicionalmente “republicanos” no son otros que los valores democráticos y que al frente del Estado esté un monarca que reine pero no gobierne o un político profesional no parece entrañar grandes diferencias para el común de los mortales. Eso sí, al presidente de la república se le suele elegir mediante el voto y al rey normalmente no, aunque también existen repúblicas hereditarias, como en Siria. La razón conduce a la supresión de toda monarquía de la misma forma que lo hace con todo monopolio, toda oligarquía y todo oligopolio, pero un presidente de la república no garantiza nada ni es necesariamente más barato, más transparente ni más humanitario. O menos corrupto. Por no hablar de inútiles dobleces y guerras de competencias que no tienen nada que ver con el equilibrio de poderes.
Puestos a pedir, sería mucho más lógico llegar hasta las últimas consecuencias y exigir mejor un Estado sin jefes: ni rey ni presidente de la república, con un Ejecutivo elegido directamente por la ciudadanía, de la misma manera que se vota el Legislativo, sometidos ambos a un mayor control y a una estricta rendición de cuentas, sin impunidades ni privilegios o prebendas. Para qué más cargos de ostentación, absurdamente suntuarios, si en el fondo sabemos que ninguno de ellos nos representa. Probablemente, PP y PSOE harán lo que les dé la gana y acabarán imponiendo en nuestro país un nuevo rey y el modelo de siempre, sin encomendarse a nadie ni convocar referéndum alguno, pero la eliminación de ciertas estructuras estatales es el deseo de quienes estamos hartos de la intromisión de la política en todas las esferas sociales y que una minoría siga llevándose crudo lo que pertenece a todo el mundo.
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