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El PSOE no sale en la foto

Asistentes a un mitin del PSOE. Sus votantes tienen una media de edad alta. Foto / María Arce.
Pablo Batalla Cueto / Periodista.
Lo primero que se aprende cuando se estudia historia es que ninguna guerra estalla por lo que la hace estallar oficialmente; que hay, sí, una chispa que lo incendia todo –la voladura del Maine, el asesinato del archiduque Francisco Fernando, un golpe de Estado militar–, pero que, para que todo pueda arder por acción de una sola chispa, el campo tiene que haberse desecado primero hasta el punto de volverlo inflamable.
Otra enseñanza de la historia es que esto que vale para las grandes guerras sirve también para las pequeñas; para ciertos conflictos que, a la pequeña escala de una organización o partido político, a veces reproducen con una fidelidad pasmosa las variables y arquetipos de los conflictos mayores. También en el seno de los partidos hay o puede haber magnicidios, golpes de Estado y pretextos para declarar guerras que suelen ser a muerte, pero que lo son porque sus motivos reales han ido larvándose poco a poco durante años.
Tal parece ser el caso del conflicto que actualmente fractura al PSOE. El estallido bélico es reciente: se produjo tras la defenestración del secretario general Pedro Sánchez en un tumultuoso Comité Federal convocado tras un golpe de Estado en miniatura en forma de dimisión en bloque de 17 miembros críticos de la Ejecutiva socialista, operación tras la cual se da por hecho que se halla la mano de la presidenta andaluza Susana Díaz. También es reciente el casus belli esgrimido por los golpistas: los malos resultados obtenidos por el PSOE en las elecciones generales del pasado 26 de junio y la pretensión de Sánchez de paliarlos aupándose a la presidencia del Gobierno con el apoyo de Podemos y los partidos nacionalistas, lo cual enfureció al ala derecha del partido.
Pero en el conflicto hay también elementos de fondo que parecen tener, por el contrario, orígenes más remotos. No es reciente, sino todo lo contrario, el divorcio ideológico entre el aparato y las bases del partido. Tampoco lo es la enorme fuerza de que goza el primero y la enorme debilidad que atenaza a las segundas a la hora de trazar el rumbo del partido. Y tampoco es nuevo un hándicap que vuelve endogámico al PSOE, mediocres sus liderazgos e inimaginable un cierre contundente del conflicto en forma de advenimiento de un caudillo carismático: la escasa vinculación del PSOE a los movimientos sociales, caladero natural y tradicional de nuevos militantes y cuadros para un partido de izquierdas.
Todo ello es remontable a una etapa clave en la historia del PSOE: el largo mandato como secretario general de Felipe González, que coincide en el tiempo con sus cuatro legislaturas como el presidente del Gobierno más todopoderoso que jamás ha tenido una España democrática. Así lo afirman tres historiadores asturianos que conocen bien la historia del PSOE: Rubén Vega, Antonio Muñoz Sánchez y David Ruiz. Los tres concuerdan en adscribir las tempestades presentes, o al menos parte de ellas, a ciertos vientos que empezaron a soplar entonces.

Felipe González durante un mitin. Foto / Álex Piña.
“Paramilubina”
En opinión del historiador gijonés Rubén Vega, «el felipismo significó en buena medida cortar vínculos con la tradición socialista y un modelo de partido con poco debate interno, muy vertical, muy disciplinado, muy autoritario». Recuerda Vega a este respecto un ingenioso chascarrillo de Alfonso Guerra que se ha repetido muchas veces para ilustrar su modo de hacer las cosas como máximo responsable del aparato durante aquellos años: «El que se mueva, no sale en la foto». Dicho principio se sustanciaba, según sigue explicando Vega, en que «en los congresos, por ejemplo, se votaba por delegaciones: la delegación asturiana tenía un voto unánime, la gallega lo mismo… Quien conseguía la mayoría en una delegación obtenía el 100% de los votos de esa delegación en los congresos nacionales, y debido a ello los congresos eran, como se decía entonces, a la búlgara: el aparato los ganaba de forma arrolladora».
La razón por la que el aparato no solo ganaba cada congreso estatal, sino que primero obtenía mayorías en los procesos preparatorios de cada delegación, tiene que ver igualmente con la «borrachera de poder» que, en expresión de Vega, acumuló aquel partido, que llegó a gobernar, además del país, 11 de las 17 Comunidades Autónomas y prácticamente todas las capitales de provincia y ciudades importantes del país. «Se repartían tantísimos cargos públicos que todos los cuadros del partido vivían del erario público directa o indirectamente», cuenta el historiador, que ilustra gráficamente la magnitud del asunto recordando que «en algún congreso del PSOE llegó a pasar que el exterior del lugar donde se celebraba estaba lleno de coches oficiales, porque todos los cargos del partido ocupaban algún cargo público». Lo ocupaban, subraya, «gracias a la confianza del aparato, que era el que los administraba», y eso explica para él el hecho de que, «en buena lógica, esa gente era muy poco propensa a emitir críticas, porque si lo hacían perdían la confianza de la dirección y con ella el cargo público».
En política, el reverso de todo gran castigo a la disidencia es un premio equivalente a la fidelidad. Aquel PSOE tenía, efectivamente, cargos para todos, y ello tiene que ver con cómo el partido atravesó la dictadura franquista e inició la Transición. El historiador ovetense David Ruiz, militante comunista desde la clandestinidad, expone con rotundidad que «el silencio del PSOE durante la dictadura fue abrumador» y que España debe agradecer el antifranquismo casi exclusivamente al PCE. Pese a ello, en las primeras elecciones generales, en 1977, el PSOE obtuvo 118 escaños, por solo 20 del PCE, y el abismo electoral entre ambos se iría agrandando en sucesivas convocatorias.
Se dio así una situación en la que el PCE tenía militantes y cuadros pero no sillas en las que ubicarlos, mientras que al PSOE le faltaban cuadros pero le sobraban sillas, situación que hizo a los socialistas extender prácticamente un cheque en blanco a cualquier profesional que quisiera ocupar un cargo en los nuevos Ministerios, Consejerías autonómicas y Concejalías que el partido pasaba a detentar. «Con las municipales de 1979», ilustra Ruiz a este respecto, «apareció el fenómeno de los paramilubina: se llamaba así con sorna a los candidatos que entraban en el PSOE no por convicción ideológica ni por herencia familiar, sino por la ambición personal de convertir la política en su medio de vida, y que para celebrar los éxitos electorales iban a los restaurantes caros de las ciudades y pedían un plato entonces prohibitivo: la lubina. “Para mí, lubina”. La lubina simbolizaba el nuevo estatus que habían adquirido». Ruiz asegura haber tenido «varios exalumnos que se presentaron como concejales a aquellas elecciones y abandonaron sus tesinas a la mitad en cuanto fueron elegidos, y hasta hoy».
De cómo el PSOE creció en militancia en aquellos años, y de con qué militancia creció, también conoce algunos pormenores el historiador gijonés Antonio Muñoz Sánchez. Muñoz recuerda las «cenas políticas» a través de las cuales Felipe González fue refundando el partido en decenas de ciudades de España durante la Transición. «Se invitaba a esas cenas», cuenta Muñoz, «a la progresía local; a jóvenes progresistas que pasaban de la noche a la mañana a ser líderes del PSOE en su ciudad o provincia». Esos nuevos dirigentes, explica el historiador, «eran aparato desde el primer día: no necesitaban rendir cuentas a las bases, y eran fieles hasta la muerte a la dirección del partido y a su líder, no solo por compartir con ellos un proyecto de país sino porque en muchos casos habían dado una razón de ser a sus existencias y por lo demás arreglado la vida desde el punto de vista económico».
Rubén Vega suscribe esta apreciación: muchos de aquellos jóvenes profesionales, cuenta, venían del PCE y de la extrema izquierda, pero, «curiosamente, esas personas casi nunca representaron un ala izquierda del PSOE, sino que fueron deglutidas por completo y se convirtieron, con contadas excepciones, en aparato, y a veces en más papistas que el papa a este respecto».

Fernando Lastra, Hugo Morán, Antonio Masip, Alfredo Pérez Rubalcaba y Adrián Barbón en un mitin. El PSOE es un partido plagado de cargos públicos. Foto / Pablo Lorenzana.
Mucho despacho y poca calle
Si un partido seduce únicamente cuando detenta el poder, su capacidad para sobrevivir a una situación en la que deje de detentarlo solo puede ser pequeña, y ésa es una parte importante de los padecimientos del PSOE actual. Pero hay otras. Una de ellas, señalada por todos los historiadores consultados, es el escasísimo predicamento que el PSOE ha tenido siempre entre los movimientos sociales. Al decir de Vega, «el PSOE pesó muy poco en los movimientos sociales del antifranquismo y siguió pesando muy poco en los de la Transición, y luego se convirtió rápidamente en un partido de instituciones y de poder, con un proyecto burocrático y regeneracionista de pequeñas reformas no desestabilizadoras, democracia formal pero no participativa y tics manifiestamente autoritarios avivados por la aplastante mayoría absoluta».
Desde entonces, sigue explicando Vega, el aparato socialista pasó a tratar a los movimientos sociales «con la hostilidad que se tiene siempre hacia la gente que es molesta, que incomoda, que cuestiona, que critica». El historiador pone como ejemplo de esto la relación que el Gobierno de Felipe González mantuvo con el movimiento de insumisión, muy activo en aquellos años en los que seguía funcionando el servicio militar. A los insumisos, recuerda Vega, «el PSOE los encarceló durante años y no solo eso: los sometía a la muerte civil, que consistía en no poder ocupar cargos públicos, presentarse a oposiciones, obtener becas, etcétera».
En la misma dirección apunta la opinión de Antonio Muñoz Sánchez, para quien «el PSOE se habituó a sacarle beneficio a la debilidad de la sociedad civil española, a la escasísima participación de la población en la cosa pública, que sin lugar a dudas es una herencia del franquismo. Nunca se preocuparon de corregir esa herencia porque se adaptaron a ella y le sacaron inmenso beneficio». Otro problema del PSOE que hoy se manifiesta en toda su crudeza es para Muñoz el de la desideologización que el partido experimentó en los setenta, y cuyo punto álgido fue el abandono del marxismo en 1979. «El motor ideológico del PSOE», explica Muñoz, «pasó a ser modernizar España, integrarla en Europa. Una vez logrado el objetivo, ya no hay nada absolutamente. Y cuando el líder carismático sale de la escena, el partido se comienza a desdibujar. En esencia, el PSOE está en crisis desde la salida de González en 1996».
¿Es la crisis definitiva o reversible? ¿Podrán los socialistas reverdecer viejos laureles y volver a ser aquel catch-all party que encandilaba a las masas y hegemonizaba no ya la izquierda, sino todo el panorama político español? Rubén Vega tiene sensaciones encontradas al respecto. Por un lado, dice, «éste es un partido que tiene 137 años de historia, y en este caso ser viejos es una ventaja: fue lo que los hizo sobrevivir al franquismo». Además, «no deja de representar un sector electoral importante, que es el de una cierta izquierda sociológica muy moderada, muy tímida, muy temerosa de los cambios pero que al mismo guarda un apego intenso a una cierta tradición».
De todas maneras, según sigue reflexionando el historiador, «la suerte electoral puede ser muy determinante, porque éste no es un partido diseñado para estar fuera del poder de forma generalizada. Para estar fuera del Gobierno de la nación por supuesto que sí, porque el sistema funciona sobre la base del turno de partidos. Pero no para estar fuera de todas partes».
En efecto, el ausente de la foto del futuro puede acabar siendo –la historia tiene estas ironías– el propio PSOE.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 47, NOVIEMBRE DE 2016

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