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Atlántica XXII

¿Puede la ciencia acercarnos a la inmortalidad?

Ciencia

¿Puede la ciencia acercarnos a la inmortalidad?

Ilustración: Alberto Cimadevilla

Juan Fueyo | Profesor e investigador del M.D Anderson Cancer Center de Houston.  El chiste dice, y que me perdone Somerset Maugham  el mal uso de su sabiduría, que aunque es una verdad  absoluta que hay tres remedios para no envejecer, nadie  está de acuerdo en cuáles son. Debido a los pocos beneficios  de la vejez (quizá la pérdida de memoria sea uno de ellos:  tengo un amigo que vive en la constante y feliz delusión de  que «cuanto más viejo soy, mejor fui»), los científicos, desde  los tiempos de Nicolás Flamel (cuya tumba sigue alentadoramente  vacía), experimentan con la longevidad. Uno de los  últimos y más exitosos intentos se ha hecho tratando ratones  con rapamicina.    La rapamicina desencadena en las células una respuesta  similar a la que se observa en aquéllas que no tienen suficiente  «alimento», y ratones ancianos tratados con rapamicina  viven más que ratones tratados con un placebo. Hace tan  solo dos años este descubrimiento fue considerado uno de los  más relevantes del momento por la revista Science.

La rapamicina  induce la autodigestión o autofagia de las células, así  que su efecto podría estar de acuerdo con el hecho de que  dietas hipocalóricas, que también inducen autofagia, amplifican  la longevidad. Pero la rapamicina aún no está lista para  ser administrada a los ciudadanos de la tercera edad, ya que  causa muchos efectos secundarios y algunos de ellos pueden  ser graves. Se necesitan mejoras. Pero los experimentos con  rapamicina y otros medicamentos sugieren que estamos  cerca de conseguir frenar el paso del tiempo.

Así que no nos quejemos de la medicina, que aunque  nos recomiende limitar el número de huevos de corral por  semana, y haga que Nueva York promulgue un edicto para  quitar la sal a la comida y que Dinamarca prohíba de un  decretazo las grasas saturadas, las mejoras en salud pública  y una mejor educación sanitaria están consiguiendo maravillas  y la verdad es que cada vez vivimos más.    Si quieres vivir cien años, haz músculos de cinco a seis,  dice la canción del maestro Sabina, y la esposa de Obama  está de acuerdo y pretende, campaña televisiva incluida,  que todos los niños hagan una hora de deporte al día. El  ejercicio físico –hay miles de estudios en el tema– ayuda a  vivir mejor y hace que uno pueda mantenerse más joven  más tiempo. Incluso disminuiría la posibilidad de desarrollar  ciertas demencias: mens sana in corpore sano. 

 Pero últimamente han aparecido críticos a la utilidad del  ejercicio físico para alargarnos la vida. Según éstos, hacer  deporte resta días de vida. Eso es lo que defienden algunos  estudiosos del metabolismo, que quieren medir la longevidad  en calorías. Es decir, que no tendríamos días para vivir,  sino calorías para consumir. Según esta polémica teoría,  comenzamos la vida con una cantidad finita de kilocalorías  y una vez consumida tu cuota, hayas vivido más o  menos años, pues eso, al hoyo. Y así el deportista olímpico  que quema calorías a troche y moche pasaría a la otra vida  más rápido, más fuerte y más pronto que la mayoría de la  población sedentaria. Según esta hipótesis podrían vivir  más los oficinistas que los maratonianos, y viviría más, por  ejemplo, Fernando Alonso, en su sillón, que Contador en  su sillín.

Los telómeros

 Nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar, que es el  morir, escribió el poeta. Pero con el ritmo espectacular de  los avances científicos, muy pronto navegar esos ríos nos  ocupará más tiempo. Y viajaremos en primera. Solo hay  un problema: para conseguirlo habrá que encontrar como  preservar los telómeros.  ¿Qué son los telómeros?, espero que se estén preguntando  ustedes. ¿Se acuerdan de Blade Runner? En aquella  película (dirigida por Ridley Scott y basada en un relato  de Philip Dick), Harrison Ford interpretaba a un policía  que eliminaba (él prefería el eufemismo «retirar») a  unos robots-hombres a quienes se había puesto de fábrica  una fecha de caducidad. Pues parece que esa fecha postrera  ha sido escrita en nuestras células, más concretamente,  en los telómeros. Los telómeros, literalmente la parte  final o extremo de los cromosomas, están constituidos por  una secuencia breve de nucleótidos que se repite cientos  de veces. En el hombre la secuencia TTAGGG se repite dos mil veces. Debido al imperfecto proceso de replicación del ADN con cada división celular se pierde parte de  la secuencia del telómero. En consecuencia con el tiempo,  con la edad, la longitud de los telómeros se acorta.  Cuando la longitud del telómero alcanza un nivel crítico,  la célula deja de multiplicarse y muere. Debido a este  fenómeno podría calcularse, al menos en teoría, cuánto le  queda de vida a una persona midiendo la longitud de sus  telómeros.

Así que razonablemente alargar los telómeros nos  permitiría vivir más años e impedir que los telómeros se  acortasen. ¿Quien sabe?, quizá nos acercaría a la utópica  inmortalidad. Y ahora al menos una compañía que por  unos 500 euros le ofrece un test para predecirle cuánto de  cerca está usted de su muerte (Life Lenght cuenta con el  apoyo científico de la española María Blasco, una de las  pioneras en el estudio de los telómeros y cuya mentora  americana ganó el premio Nobel de Medicina por estudios  relacionados con esta región del cromosoma).  ¿Es esto realmente posible? Hablando de modo estricto,  probablemente no. En el caso de muerte por accidente de  tráfico, enfermedades congénitas o infecciones letales, por  poner tres ejemplos, uno se muda de barrio con los telómeros  puestos. ¿Qué fecha marcaban los telómeros de Aída de  la Fuente cuando aquel vestidín tan guapu llenose de manches  encarnaes? ¿Qué día, mes y año se leía en el TTAGGG de  Federico García Lorca en 1936? ¿Cuánto futuro permanecía  almacenado en los cromosomas de Gandhi, John  Lennon, Martin Luther King…?

Pero, ¿tiene este test diagnóstico algunas ventajas prácticas?  Sí que las tiene, porque la longitud de los telómeros  se relaciona con el riesgo de sufrir enfermedades relacionadas  con la vejez, entre ellas las cardiovasculares y el cáncer.  Cuanto más corto el telómero más riesgo hay de que a uno  le falle la coronaria pasado mañana. Bien, eso está bien,  me dirá usted, pero ¿qué podemos hacer con ese conocimiento?  Pues hay pocas soluciones, excepto que al saber lo  cortos que se nos han quedado los telómeros uno decida  finalmente tratarse responsablemente los factores de riesgo  para las enfermedades que se relacionan con la edad.  Además hay algún tratamiento experimental que se supone  específico. La enzima que mantiene en los seres humanos  la longitud de los telómeros es la telomerasa. Pues  bien, los consumidores tienen a su disposición al menos un  compuesto denominado TA65.5 que activa la telomerasa.  Y cómo resistirse a consumirlo, ahora que para algunos de  nosotros nuestra hora no parece tan lejana y la muerte, en  imagen de Clarín, anda afinando la puntería con los que  nos rodean.

Además, el TA65.5 es un producto natural que se extrae  de una planta que parece haber sido asociada con el aumento  de la longevidad de los ancianos de ciertas aldeas en la  China. Así que ahora uno puede medirse sus telómeros,  después tomarse TA65.5 y… a verlos crecer.  Una de las exageradas propagandas de los vendedores de  TA65.5 reza: «Imagínate vivir más de cien años manteniendo  la fuerza y la vitalidad que tenías a los treinta años». Lacosa no es tan sencilla, ya que la activación de la telomerasa  y las longitudes de los telómeros también se relacionan  con ciertas enfermedades, incluyendo el cáncer. La activación  de telomerasa es un hecho prácticamente constante en  células de tumores malignos. Telómeros largos, en algunos  estudios, se han observado asociados a cáncer. Así que  el remedio podría ser peor que la enfermedad, y en cualquier  caso se necesitan más estudios antes de volcarse en la  activación de nuestra telomerasa en células adultas. Podría  salirnos el tiro por la culata. Y aunque me acusen de pecar  de falacia ad hominen no puedo resistirme comentar que  Elizabeth Blackburn, Carol Greider y Jack Szoztak, Premio  Nobel de Medicina en el 2009 por la cosa de los telómeros,  parecen envejecer espléndidamente, pero a ritmo normal…

La lotería de la vida  

En Blade Runner, los replicantes consiguen reunirse con su creador  y, en una escena que recuerda el argumento de Niebla de  Unamuno, le piden que borre la fecha de caducidad, el equivalente  a que les alargue los telómeros. La muerte les aterra.  No hay duda de que para un individuo ser inmortal sería un  triunfo. Una evolución. Pero para la sociedad sería una catástrofe.  Lo finito del espacio en el planeta y lo infinito del tiempo  predicen –déjà vu– el apocalipsis por falta de recursos.  Con cientos de años por delante es posible que los ciudadanos  del mundo decidieran repartirse los roles y, como en  la Lotería de Babilonia, la alegoría de Borges, todos conocerían  la omnipotencia y el oprobio; en un mundo menos  mágico todos podrían llegar a ser todo: minero por cinco  años, artista por otros cinco, abogado por otro lustro, rey,  mendigo, reo, juez…

¿Se acabaría con la injusticia o se  eternizaría? ¿Sería la Lotería a la larga controlada por un  grupo de dirigentes que determinarían quien es qué y por  cuánto tiempo?    Mucho me temo que entre inmortales todo seguiría  igual. O peor. Porque se perdería ese carácter de solución  permanente que ofrece la muerte. Aceptemos, indignados,  que solo ella pudo poner fin a ciertos problemas crónicos,  como la dictadura de Franco.  Vivir como un mortal es un arte difícil, la vida es dura  («Largo es el arte; la vida en cambio corta como un cuchillo  », en versos de Ángel González). Yo solo desearía que  la muerte viniese rápida, y que pudiera despedirme de  este mundo sin dolor y con dignidad. Si la Vieja Dama  se viese obligada a concederme un último deseo le pediría,  imitando a George Brassens, que me diese un poco  más de tiempo: para otra vez estar celoso y, una vez más,  desafinar.

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