
Pedro Sánchez, Vicente Álvarez Areces y Francisco Blanco. Areces puso su cargo de portavoz del PSOE en el Senado a disposición de Sánchez. Foto / Iván Martínez.
Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII.
Aunque luego no se aplicó la lección, Gaspar Llamazares fue de los pocos políticos que calibró la importancia del 15-M, cuando las plazas estaban en ebullición democrática. Dijo que los indignados habían vuelto viejos a los políticos, empezando por él mismo.
Tan desacertados como quienes veían ganadora en las primarias del PSOE a Susana Díaz, cuando las evidencias en relación al triunfo de Pedro Sánchez se remontan a su defenestración el 1 de octubre, muchos analistas siguen empeñados en tildar al 15-M como una algarada juvenil fracasada. Pero no solo fue probablemente la mayor aportación de España a la ciencia política en toda su historia, sino una verdadera revolución cívica y pacífica que cambió la relación entre gobernantes y gobernados. No radicalmente, porque estos cambios sociales nunca se producen de forma explosiva. Pero ahí está el inicio de un irreversible salto cualitativo que viene desde entonces impregnando progresivamente a la sociedad española, revisando la Transición y sus lastres, cuestionando a los partidos tradicionales y pariendo otros nuevos.
Desde el punto de vista político, el 15-M fue rabiosamente moderno y futurista. Aquellos jóvenes, educados en libertad, excelentemente formados y escandalosamente marginados laboralmente, no solo no cuestionaban la democracia, sino que exigían que se ensanchase y tuviese más calidad. Y ejercían en las plazas la democracia directa, sin intermediarios, porque la representativa no solo les parece peor, sino en buena medida un fraude que oculta clientelismo y corrupción.
Hay un antes y un después con el 15-M y los actores políticos que no entendieron el mensaje están condenados a extinguirse como los dinosaurios. Eso es lo que le está pasando al aparato y la vieja guardia del PSOE, que se estrelló violentamente contra la realidad con las primarias que ganó el pasado domingo Pedro Sánchez. Y le pasará tarde o temprano al PP, por mucho que Mariano Rajoy se haga el sordo en su búnker de La Moncloa mientras pasa las páginas del Marca.
Los primeros damnificados por el triunfo de Sánchez, que acaba con la etapa que el PSOE inició en 1974 en Suresnes, son Susana Díaz y Javier Fernández, que formaban una pareja de conveniencia política para preservar el secuestro del partido por parte de grandes poderes, como el económico y el mediático. La andaluza se apresura a convocar el congreso en su tierra antes de que le muevan la silla y al asturiano ya lo acechan los seguidores de Sánchez, que no le perdona el papel esencial que tuvo en su defenestración pasajera.
Del Gobierno de Javier Fernández –tan aislado como inane, sin duda el peor de la historia de la Autonomía asturiana– dimitió ayer el consejero de Industria, Empleo y Turismo, Francisco Blanco, el único que no se alineó con la candidatura de Susana Díaz, como también hizo el grupo parlamentario socialista en pleno.
Blanco, profesor de la Facultad de Económicas, a donde se reincorpora de momento, era cuando llegó al Gobierno un persona afín a Pedro Sánchez, del que se distanció cuando no contó con él al formar su Ejecutiva en el PSOE. En la campaña de las primarias estuvo en un acto de Patxi López y en otro del sanchista Josep Borrell, como si pusiera una vela a los dos contrincantes de Susana Díaz.
Aunque siempre fue discreto y nunca aclaró sus opiniones públicamente, Blanco era un verso suelto en el gabinete de Javier Fernández y en temas graves, como la crisis de Liberbank y el Caso UGT, un asunto de corrupción que ya provocó detenciones de la UCO, su voz no difería mucho de la de la oposición. En la misma Junta General llegó a calificar de “expolio” lo ocurrido en Cajastur, germen de Liberbank, un calificativo que solo emplea Podemos.
Lejos de lo que pueda parecer, el regreso quijotesco de Pedro Sánchez también es un problema para Podemos. Demostrando muy poca intuición política, Pablo Iglesias era de los que daban por muerto al nuevo secretario general socialista cuando dimitió en aquel convulso comité federal, un análisis que transmitía a los suyos en su estrategia para hacerse con la hegemonía de la izquierda.
Apartado Iñigo Errejón y perdida con él la transversalidad de Podemos, imprescindible para ser alternativa de Gobierno, Sánchez puede recuperar votos socialistas que se fueron hacia el partido morado y, lo que es más importante, recuperar en parte el espacio político en la izquierda que abandonó el PSOE. Al menos a corto plazo, porque el PSOE y el propio Sánchez tienen un grave déficit de credibilidad, y la agonía de la socialdemocracia no parece que pase de largo en España.
La batalla por ese espacio en la izquierda comienza con la moción de censura de Podemos contra el PPSOE, presentada antes de la victoria de Sánchez. Ahora el riesgo para Pablo Iglesias es mucho mayor. Y eso que ya era altísimo, porque de una moción de censura, aunque sea tan atípica como ésta, condenada a no prosperar, se puede salir victorioso como Felipe González ante UCD o tan escaldado como Hernández Mancha frente a los socialistas, que acabó con aquel esperpento su carrera política.
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