Ciudadano Kane, la famosa y sobrevalorada película de Orson Wells, cuenta la historia de un hombre rico que tiene un secreto. Magnate de la prensa, gestor en la sombra de los hilos del mundo, ha provocado guerras y cambiado Gobiernos y es lógico que todos quieran saber qué remordimiento, qué enigma -quizás decisivo para el destino del país- se va a llevar a la tumba. Al final, como recordamos, el misterio no ocultaba conspiraciones, golpes de Estado o contratos armamentísticos sino un minúsculo recuerdo privado: Rosebud era el nombre del trineo en el que Charles Foster Kane se deslizaba montaña abajo en los años felices de su infancia.
Hoy la trama de la película es completamente inverosímil. Hoy Charles Foster Kane no tendría ningún secreto privado. Hoy habría provocado guerras desde la sombra, firmado contratos opacos y urdido conspiraciones siniestras, pero Rosebud estaría en la red desde el primer lanzamiento en trineo de su dueño. Él mismo, o su padre, habrían colgado un selfie en Facebook o en Instagram -probablemente desnudos- e inmediatamente Google les habría ofrecido un viaje a Baqueira o una semana en los Alpes, junto a la posibilidad de una sauna para intercambios incestuosos de pareja. La posibilidad misma del malentendido en el que se basa la película de Wells -el tenaz residuo de la vida privada- ha quedado suprimida.
Es extraño comprobar cómo el esquema liberal clásico que exige opacidad en la vida privada y transparencia en la vida pública se ha invertido perversamente. La libertad de ser opacos, el derecho inalienable a ser individuos oscuros era inseparable de la reclamación política de instituciones claras. Mi derecho privado a tener un secreto acompañaba a mi derecho ciudadano a ser gobernado por un Estado sin secretos. Nunca fue del todo así, es verdad, porque entre lo privado y lo público existía la zona oscura de la economía capitalista que trataba de controlar la vida privada -en la fábrica y en la iglesia- y se enquistaba en los aparatos del Estado para gestionarlos en favor de las empresas y las mafias. Pero hoy esa “zona oscura” ha logrado su propósito y, mientras ha vuelto completamente opaca la esfera pública (la ha corrompido), ha desnudado en público, sin sombras ni recodos, la vida privada. No lo ha hecho mediante cámaras de vigilancia y confesiones forzadas sino, al revés, mediante la tolerancia suma y el estímulo tecnológico de las confidencias. Lo que ha conseguido es volver normativa, excitante, placentera, prestigiosa la auto-delación.
Desde el punto de vista social el capitalismo ha cambiado mucho desde los años gloriosos de la burguesía protestante, heroica y cicatera, que se escandalizaba moralmente ante Las flores del mal o Madame Bovary. Hoy la burguesía es anti-burguesa y su supremacía económica está ligada a la esfera financiera y al ocio, donde el ahorro, la planificación, la represión constituyen obstáculos en la rueda de los beneficios. Como resultado (la ideología dominante es la ideología de las clases dominantes) las clases medias y pobres se han vuelto radicalmente antipuritanas en todos los terrenos: somos tolerantes y hasta admirativos con la corrupción y desde luego francos y exhibicionistas con nuestras emociones y nuestros deseos. ¿No es un gran triunfo histórico del liberalismo contra el conservadurismo moral? O no. Hubo un tiempo en el que “salir del armario” formaba parte del combate político contra la hipocresía; se reivindicaba así el derecho -justamente- a proteger la esfera privada, con su libertad sexual y sus convicciones íntimas, de la condena e intromisión del Estado. Pero hoy “salir del armario” es una obligación, un imperativo social que se corresponde con -que responde a- una necesidad de los mercados. Es lo que Stiegler llama “la proletarización del ocio”, fuente de enormes ganancias empresariales. En la red no hay secretos. El mercado prohíbe los secretos; y nosotros vamos sumisamente -entusiásticamente- a entregárselos. Cada vez que colgamos una foto, una confesión, una confidencia, un selfie, cada vez que hacemos una búsqueda privada en Google, estamos entregando a los mercados la fuerza de trabajo inmaterial con la que construyen, como Charles Foster Kane, sus grandes imperios.
El mercado ha subvertido el sueño democrático liberal. Ha vuelto completamente opaco el Estado y completamente transparentes los cuerpos y las almas. Para luchar contra el capitalismo, para defender la democracia, es necesario “volver al armario”, reivindicar la fuerza resistente del secreto, soportar sin sucumbir la tentación de autodelatarse. La autotransparencia antipuritana de la red es la utopía de los mercados, no la nuestra. Y no deja de ser paradójico que consideremos “individualista” una sociedad sin secretos (sin verdadera memoria y experiencia privadas). Conservar un secreto, aunque sea tan banal como el de Rosebud, defender el derecho puritano a no colgar un selfie de nuestro último orgasmo, encontrar una palabra que Google no reconozca y no pueda utilizar, he aquí un programa político elemental de resistencia revolucionaria. Taquígrafos taquígrafos taquígrafos en el Parlamento; secretos secretos secretos en las alcobas y los confesionarios.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 32, MAYO DE 2014
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