Santiago Alba Rico / No voy a decir nada sobre los resultados electorales ni sobre las dificultades para formar un nuevo Gobierno. No voy a redactar esta vez un artículo directamente político. Voy a divagar un momento sobre una palabra que ha revoloteado por encima de mi cabeza mientras hacía campaña, como candidato rural, el pasado mes de diciembre: “territorio”. Todo empezó una tarde en que circulaba por una sinuosa carretera secundaria entre Arenas de San Pedro y Candeleda, en el sur de Gredos, de un mitin a otro, y fui apropiándome con la mirada un paisaje que otras veces me había pasado desapercibido: las colinas bajas con sus harapos de humo o de niebla, los robles tostados por el otoño, algunas vacas desperdigadas en los prados verdes, que parecían retales caídos sobre las laderas boscosas. Me dije: “En las campañas electorales, como en las guerras, uno se va apropiando los territorios”. Pero enseguida me di cuenta de que “territorio” es una palabra incómoda. “Las tierras, las tierras, las tierras de España”, dice Alberti. Los territorios no son “las tierras”. Los ejércitos y los animales defienden territorios; los campesinos –y los palestinos– defienden sus tierras. Antonio Machado, cuyo Duero contemplé emocionado en una reciente visita a Soria, escribió sobre los “campos de Castilla”. No se puede escribir poéticamente sobre “el territorio” de Castilla, vocablo reservado a los conquistadores, los inspectores, los jueces y los viajantes de comercio.
¿Donde vivimos los españoles? A medida que la mayor parte de nosotros nos hemos ido quedando sin tierras y sin campos –y hasta sin pueblos–, vivimos también cada vez más lejos de nuestros cuerpos. De esto hablaré enseguida. Lo cierto es que solo en campaña electoral –como algo que hay que defender o por lo que hay que luchar– ha reaparecido el “territorio” para definir un espacio al mismo tiempo físico y periférico, como si realmente lo físico se hubiese quedado fuera o la fisicidad aumentase a medida que nos alejamos del centro. De hecho, durante la campaña se hablaba de “los territorios” por oposición a Madrid y como enfrentados al abstracto, vago e inoperante Comité Central responsable de la campaña estatal. Digamos de paso que el gran éxito de esa campaña, y la potencia de la “remontada” podemita, es directamente proporcional al fracaso de ese Comité Central, cuya incapacidad gestora dejó en manos de cada “territorio” el perfil y coordinación de la campaña local, lo que multiplicó al mismo tiempo la inventiva, la ilusión y la puntería.
En la periferia tenemos “territorio”, versión pobre y prosaica de las tierras y los campos, donde en cualquier caso las relaciones entre cuerpos –o entre cuerpos y paisajes– permiten hablar aún de “apropiación” emocional y simbólica y hasta de defensa “patriótica”. En la periferia, digo, tenemos “territorio”. ¿Y en el centro? En el centro tenemos Telegram. La campaña electoral, en efecto, se ha desarrollado en dos “espacios vitales” paralelos, uno con cuerpos y otro sin ellos, uno en la periferia y otro en el centro, y esto hasta el punto de que cuando un candidato rural usaba el Telegram abandonaba un instante la periferia para incorporarse al centro y cuando un candidato madrileño se quedaba sin batería en La Cibeles abandonaba un instante el centro para recuperar de pronto su cuerpo (con manos y riñones incluidos), como si lo hubiesen trasladado –o deportado– a Ávila o a Soria. A lo largo de la campaña nos hemos estado territorializando y desterritorializando sin parar, según estuviésemos más o menos cerca del centro, que representa siempre al poder, depositado ilusoria y objetivamente ahora en nuestros grupos de Telegram.
La campaña electoral, en efecto, ha explotado y enfrentado dos paradigmas antropológicos irreductibles entre sí. Antes las cosas ocurrían –digamos– en los alrededores de nuestro cuerpo, al que estamos todavía atados para comer y subir las escaleras, pero donde ya no sucede nada. La adicción a las nuevas tecnologías tiene que ver con el hecho de que te permiten –te obligan– a estar ininterrumpidamente en otro lugar que tu propio cuerpo. ¿Cuál es ese “otro lugar”? El “otro lugar” por antonomasia: la realidad, el lugar donde se toman las decisiones o, en términos psicoanalíticos, la cama de papá y mamá, de la que estamos separados por un tabú que define nuestra identidad misma. Ese tabú ha sido superado. Cuando pasamos del “territorio” –con sus carreteras sinuosas y sus vacas desparramadas y lentas– al Telegram siempre activo, pasamos de la periferia al centro y, por lo tanto, del ego minusválido a la ilusión de poder omnipotente. Nadie quiere estar en el mismo lugar que su cuerpo porque es evidente que ahí ya no ocurre nada. Una campaña electoral gestionada a través de las nuevas tecnologías es una experiencia tan intensamente mística como estar delante de Dios las veinticuatro horas del día.
Que la realidad constituyente es virtual lo descubrió el psicoanálisis hace cien años; ahora Telegram la ha hecho alcanzable. Es inútil luchar contra esa ilusión de realidad edípica que acompaña a las redes. Nadie quiere residir en su propio cuerpo, ni siquiera en ese hemisferio ambiguo llamado “territorio”. Por fin podemos estar ahí “donde ocurren las cosas”, es decir, en cualquier sitio del que se ausenta mi cuerpo y que, por eso mismo, se llena enseguida de verdad: de poder verdadero, sexo verdadero y verdadero conocimiento. Será duro volver ahora al “territorio” y mucho más a las tierras y los campos. Volver a nuestro olmo viejo hendido por el rayo y en su mitad podrido. Menos mal que, más allá de la campaña, sigue habiendo vida en Whatsapp.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 42, ENERO DE 2016
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