
Los asistentes a Vistalegre II pidieron unidad a Íñigo Errejón y Pablo Iglesias. Foto / Isabel Permuy.
Quique Faes / Periodista (Palacio de Vistalegre, Madrid).
No busquen épica en Vistalegre II: no la hay, ni se la espera. Las aclamaciones son comedidas, los discursos evitan en general la estridencia, la plástica de la reivindicación se reduce a unas pocas pancartas poco o nada agresivas y a grupos organizados por su procedencia geográfica que agitan sus respectivas banderas, el enfrentamiento se disimula y todos reciben, en fin, su aplauso. No quiere decir esto que no exista debate alguno. En la escalinata de acceso al recinto se arremolinan corros de asistentes que discuten, con un lenguaje gestual en apariencia relajado, sobre la conveniencia de apoyar a una u otra candidatura a la Secretaría General, o simplemente charlan de cualquier otra cosa mientras llueve sin pausa. Lo que sucede es que por las frías galerías del edificio circular circula una especie de enemigo fantasma que todos perciben y citan, pero cuya identidad nadie explicita.
Si hubo una palabra en la que confluyeron todas las gargantas presentes en esta autotitulada como asamblea ciudadana, esa fue la palabra unidad. Con ella coreó el público el primer rugido de la jornada, jaleado por un Miguel Urbán que enseguida supo cómo accionar la efervescencia colectiva y puso a la plaza en pie al grito de que aquí no hay enemigos internos, sino uno solo que es ajeno, común y, para colmo, poderoso. Bajo demandas de unidad habían aparecido en escena los rostros más visibles de Podemos, y ese fue también el reclamo con el que fue recibido el aspirante Íñigo Errejón en cuanto subió al estrado para explicar sus intenciones. No era ningún secreto que en esta especie de refundación de baja intensidad importa dónde sitúa cada cuál las esencias del partido: en la calle o en las instituciones, en la ciudadanía o en su representación parlamentaria, en lo que es transversal pero difuso o, por el contrario, en reductos ideológicos mejor definidos. Unidad es, de hecho y según el diccionario, la propiedad que hace a una cosa ser como es; sin ella, esa cosa no podrá cambiar sin que su esencia se destruya o altere. Es también un concepto simpático, y resulta más o menos fácil abrazarlo cuando —como parece el caso— se quiere degradar el tono de un enfrentamiento que sí que existe, pero que nadie parece querer ventilar demasiado.
Y sin embargo, ahí está esa marejada. El propio Pablo Iglesias acababa de abrir el encuentro con una apelación a la fraternidad para esquivar en lo posible “el ensimismamiento y la división”, y su principal adversario en la pugna por el liderazgo del partido, Íñigo Errejón, se había sumado en términos menos altisonantes a esa demanda. Luego vinieron Teresa Rodríguez y Miguel Urbán a excitar la médula anticapitalista de los congregados, y ahí fue cuando el aplauso de la plaza sonó por primera vez rotundo. Pero he aquí que cuando muchos de los informadores se retiraban con sus primeros titulares bajo el brazo, y con ellos se deslizaba una porción del público animado a tomarse ya un descanso, una vez oídas las tres propuestas consideradas principales para lo que pueda ocurrir de Vistalegre ii en adelante, apareció en el estrado un orador novato llamado Miguel Martín, integrante de una cuarta lista, para soltar, bajito pero muy claro, que lo que hay en el seno de Podemos dos años después de aquella otra asamblea (hasta ahora, mucho más emotiva) es “una deriva cainita y autodestructiva” que hay que frenar como sea. Teresa Rodríguez tiene su propia fórmula, que además rima: “Unidad, pero también humildad”. Quien quiera entender, que entienda.
¿Hasta dónde alcanza, pues, la fractura? No es fácil calibrar sus dimensiones en medio de la habitual nube retórica en la que Iglesias y Errejón, entusiastas del juego político, acostumbran a moverse. Privando el primero de la condición de gente a los diputados de los partidos a la derecha de Podemos para subrayar que “no podemos parecernos a ellos ni en los andares”, ensalzando el segundo la sensibilidad progresista de los primitivos liberales que en 1812 alumbraron la Constitución de Cádiz (y que más tarde se repartieron cuantos negocios apetecibles hubo en España en el siglo XIX), ambos defendieron la validez de la criatura que lideran para iluminar el camino de una representación política justa y pactada “entre los que estáis fuera y los que estamos dentro”. Es cierto que tanto Iglesias como Errejón, incluso vertiendo a veces afirmaciones de una corrección discutible, brillan en un escenario parlamentario en el que el nivel medio de la oratoria es bastante más sonrojante que hace un siglo. Digamos que los dos van mucho más allá de las “aburridas homilías progres” de las que hablaba un cronista harto de los recitales de cierto cantautor afín al podemismo, y en las que puede considerarse que incurrió alguno de los oradores u oradoras de esta misma asamblea.
La primera sesión de Vistalegre II sirvió además para ratificar que el actual secretario general parece actuar con mayor soltura en el teatro político. Estuvo, de hecho, más ágil al procesar casi de inmediato la demanda coral de unidad e incorporarla a su tercera intervención, tendiendo la mano a los equipos de Errejón, Urbán y Rodríguez. Entró al recinto con una actitud más espectacular. Fue aclamado como presidente. Cultivó, conscientemente o no, la imagen del descamisado que se niega a abrocharse el botón más próximo al cuello. Es todo tan distinto entre los dos principales candidatos a liderar Podemos, y al mismo tiempo todo resulta tan complementario, que cuesta admitir que ambas estrategias no sean una sola.
En una dependencia destinada al uso de la prensa, una periodista italiana completa la que será su crónica y elogia en voz alta lo auténtica y extraordinaria que le sigue pareciendo la representatividad de un Errejón o de un Iglesias frente a otros partidos de la vieja izquierda al uso. Alguien ingresa a la sala con datos actualizados sobre la participación en la consulta que habrá de decidir el liderazgo: un tercio del medio millón de simpatizantes convocados va definiendo su voto. Le pregunta la italiana a un responsable de la organización cuál es su opinión personal sobre lo que pasará en la última sesión del cónclave. El militante no se lo piensa y escupe: “No lo sé; yo solo quiero que esto termine”. Lo que calla es que cuando eso ocurra, dentro de algunas horas, seguramente desea también que en esas galerías de Vistalegre quede encerrado ese fantasma que orbita sobre las cabezas de todos los asistentes.
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