
Periodistas durante una rueda de prensa. Foto / Mario Rojas.
Javier Álvarez Villa / Funcionario del Cuerpo Superior de Administradores del Principado de Asturias y miembro del Observatoriu Ciudadanu Anticorrupción (OCAN).
En el mes de julio del 2012 la revista satírica Mongolia publicó uno de los reportajes de investigación periodística más serios de los últimos años. En él se detallaba pormenorizadamente quiénes eran los dueños de los grandes medios de comunicación españoles, con la presencia recurrente de la banca como uno de los principales accionistas.
Allí nos enteramos de que el Grupo Prisa, propietario de El País y de la Cadena SER, estaba en manos de un conglomerado de fondos de inversión buitre de Wall Street y de grandes bancos internacionales, así como del Banco Santander, Caixabank y el HSBC, entre otros veinte bancos que participaban en su capital. Que el accionista principal del Grupo Planeta, propietario de La Razón y accionista mayoritario de Antena 3 y La Sexta, era vicepresidente del Banco de Sabadell, y que en el capital de La Sexta participaba el Grupo Gala Capital, del que formaban parte Alicia Koplovitz (constructora FCC), la familia del Pino (constructora Ferrovial) y el macroespeculador George Soros. Que en el Consejo de Administración de Telecinco, propiedad del magnate italiano Silvio Berlusconi, participa el máximo responsable de Endesa y consejero de Mediobanca, entre cuyos accionistas está el Banco Santander, y una representante del Banco Popular. O que en el Consejo de Administración del Grupo Vocento, propietario, entre muchos otros, del diario El Comercio y del ABC, estaban representados el BBVA y el Banco Santander.
No fue un descubrimiento de la revista Mongolia, como es evidente, que los llamados mass media son, fundamentalmente, grandes empresas que actúan en el mercado con la lógica capitalista de obtención del máximo beneficio económico con el menor coste. Lo relevante de aquel trabajo periodístico era, sobre todo, poner de manifiesto que la propiedad de los grandes medios de comunicación, concentrada en un grupo selecto de bancos, grandes empresas y fortunas personales, y la participación de las propias compañías mediáticas en el capital de empresas de otros sectores económicos, condicionaba el contenido de la información que ofrecían a la sociedad y determinaba aquella otra que en ningún caso se podía hacer pública.
No hace falta ser un politólogo consumado para entender que los medios de comunicación de masas nunca difundirán noticias que puedan perjudicar los intereses económicos de sus dueños, ni los de sus anunciantes, de los que proviene su principal fuente de ingresos a través de la publicidad. Como también es sencillo deducir que la línea editorial, es decir, el adoctrinamiento que realizan sobre los receptores de los mensajes, responde siempre a los valores, principios y prácticas del liberalismo económico, la ideología que rige la actividad de la banca y de los grandes empresarios.
Todo ello nos enfrenta con el papel que la democracia liberal ha venido atribuyendo al periodismo como contrapoder o, como usualmente suele denominarse, cuarto poder o perro guardián de la democracia, que se encargaría de vigilar el funcionamiento anormal de los otros tres y de denunciar las colusiones entre lo público y lo privado. Si los medios de comunicación desempeñaron alguna vez, de forma real y efectiva, esta función de freno de la arbitrariedad de los gobernantes, lo cierto es que desde que la información periodística, incluyendo los programas-espectáculo sobre corrupción política, se ha convertido en una mercancía al servicio de los negocios de un oligopolio de grandes empresarios y banqueros, han abdicado definitivamente de esa tarea.
Lo paradójico ahora que es que desde esos grandes medios se reprenda constantemente a los poderes públicos por su falta de transparencia, atribuyéndose cínicamente la defensa de una ética pública que son los primeros en transgredir. Porque, además de esconder la titularidad del capital social, los medios de comunicación también ocultan con el máximo celo las ayudas públicas que reciben y, en particular, lo que ingresan en concepto de publicidad institucional. Parecería lógico pensar que quienes exigen que se aireen todas las estancias de la clase política fueran los primeros en sacar a la luz las relaciones económicas que mantienen con los gobernantes.
Pero los medios de comunicación, además de guardar secreto sobre las prácticas corruptas de sus accionistas, tampoco acostumbran a reconocer que son un sujeto corruptible. Las estrategias recurrentes y bien conocidas de los poderes públicos para favorecer a grupos mediáticos mediante diferentes mecanismos (concesiones radiofónicas, televisivas, subvenciones para programas específicos, publicidad institucional, etc.) a cambio de apoyo y afinidad comunicativa, en un ejercicio descarnado de manipulación de la opinión pública, debería tipificarse como un delito de “lesa democracia” en un sistema democrático que mereciera ese nombre.
Los estándares mínimos de transparencia en una democracia que no oculte información sustancial a la ciudadanía no pueden excepcionar a los medios de comunicación y, en particular, a sus relaciones económicas con el poder público. La Ley de Transparencia del Estado aprobada en el año 2013 incluye dentro de su ámbito de aplicación a las entidades privadas que perciban durante el período de un año ayudas o subvenciones públicas en una cuantía superior a 100.000 euros o cuando al menos el 40 % del total de sus ingresos anuales tengan carácter de ayuda o subvención pública, siempre que alcancen como mínimo la cantidad de 5.000 euros, pero deja fuera de su alcance a las empresas cuyos ingresos proceden en un porcentaje elevado de la contratación pública y a las cantidades pagadas en concepto de publicidad institucional a los medios de comunicación.
El proyecto de Ley de Transparencia aprobado por el Gobierno del Principado de Asturias el pasado mes de julio impone la obligación de publicar el coste de las campañas de publicidad institucional, desglosando los distintos conceptos de las mismas y el importe contratado a cada medio de comunicación. Esta obligación debería hacerse extensiva a todas las percepciones económicas, por cualquier concepto, que reciban los medios de comunicación de cualquier organismo, entidad, empresa o fundación integrada en el sector público. Los grupos parlamentarios tienen la oportunidad de mejorar el proyecto de ley en su tramitación en la Junta General.
En todo caso, conviene recordar que no se necesitaba, ni se necesita, de ninguna ley específica para hacer pública la información sobre el dinero pagado por los poderes públicos asturianos a los medios de comunicación. La opacidad permanente y el ocultamiento sistemático de estos datos es, exclusivamente, producto de la voluntad de los responsables políticos de las Administraciones Públicas.
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