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Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII.
Confiesa Javier Cercas que exploró literariamente la vida inventada de Enric Marco en El impostor porque es una metáfora de lo que la sociedad española se ha inventado. Si conociera el Caso Villa, la biografía del protagonista y la de los villistas, y la pleitesía que le rindió la sociedad asturiana durante treinta y cinco años, puede que hubiera escogido al Tigre de Tuilla en vez de al falso anarquista que dijo ser víctima del nazismo. Lo de Villa pide a gritos una obra literaria como la de Cercas, que bien podría salir del talento de Xosé Nel Riesgo, que ahora en Venti negrinos continúa con humor despiadado el implacable repaso literario que inició con Parque temáticu a esta Asturias de la corrupción política, sindical y empresarial, que aflora tras tantos años de impunidad. Puro realismo nada mágico.
Porque lo de Marco al lado de lo de Villa parece infantil inocencia. El catalán llegó a secretario general de CNT, pero el sindicato anarquista nunca recuperó tras la muerte de Franco la gran presencia social que tuvo antes de la Guerra Civil y la influencia en la opinión pública de Marco fue casi nula. Descubrir su fraude en 2005, tras tres años presidiendo la Asociación española de supervivientes del nazismo, tuvo que indignar a las víctimas de aquella barbarie y a quienes lo escuchaban emocionados contar sus fábulas, pero el episodio no tuvo mayor trascendencia.
En cambio lo de Villa fue a lo grande, y ahí tenemos la primera metáfora en una tierra donde el grandonismo oculta el complejo de inferioridad. El pequeño gran hombre que personificaba en Asturias el mito de la heroica clase obrera, el del minero valiente, luchador y autodidacta temido por ricos y poderosos, era en realidad un antiguo confidente de la Brigada Político-Social del franquismo que apenas trabajó en la mina, se hizo a codazos con el poder en el SOMA y en el PSOE y acabó convertido en el caudillo de toda una Autonomía, decidiendo con su dedo caprichoso quién mandaba y hasta quién trabajaba.
La gente, sobre todo en las cuencas mineras, pero prácticamente en toda Asturias, porque apenas hubo sitio al que no llegara su vara de mando, le demostraba sincero reconocimiento y las críticas de sus detractores eran condenadas al silencio. Mientras el impostor de las cuencas metía un dineral en sus bolsillos, que ahora intenta aclarar la Fiscalía Anticorrupción, las masas aclamaban a Villa y los políticos hacían cola para gozar de sus favores, como ocurrió en el Sanatorio Adaro, cuando en una estancia hospitalaria decidió quien sería el próximo presidente del Principado.
La sociedad asturiana estaba abducida por el Gran Timonel de anchos bigotes que garantizó la paz social y cerró las minas a costa de generosas prejubilaciones. De bien nacidos es ser agradecidos, sobre todo si te sacan de la mina y el dinero deja de ser una preocupación vital.
Tanta era la sugestión popular que provocó el villismo que una ceguera colectiva invadió el pequeño país de verticales montañas, verdes valles y mar bravío. Nadie se fijó en algunos mineros liberados que dejaron de bajar a los pozos mientras subían sus cuentas corrientes, sin que tuvieran grandes reparos en ocultarlo. Nadie vio un incesante tráfico de maletines cargados de dinero que se posaban en las mesas de lujosos restaurantes, que cambiaban de manos en puertos de montaña y parajes solitarios, recorriendo el país de Norte a Sur, con destinos exóticos como Murcia y Almería. A nadie llamó la atención que fornidos mineros se bajaran de coches de alta gama para prender fuego a barricadas de neumáticos en aquellas movilizaciones postreras del último movimiento obrero del mundo, en las que al final los más proletarios parecían los policías. “Yo estoy con los policías, que son hijos de la clase obrera, y no con los estudiantes, que son hijos de la burguesía”, llegó a decir Pier Paolo Pasolini.
Tampoco extrañaba a nadie que a Villa le duraran tan poco sus más directos colaboradores, de los que iba prescindiendo si intuía que pudieran hacerle sombra. El Jefe desconfiaba de la inteligencia ajena y así fueron cayendo Belarmino García Noval, Laudelino Campelo o Juan José García Pulgar, sustituidos por somáticos con menos luces y lealtad incuestionable. Por eso llegó a ser su mano derecha en los últimos tiempos José Antonio Postigo, a quien en las cuencas llamaban “Asín” por su peculiar forma de expresarse. Algunas de sus frases se hicieron célebres y evitan explicaciones sobre la capacidad del ex presidente del Montepío minero: “La empresa no se movió ni un lápice”; “Me metes en un membrete”; “Son asuntos superflujos”.
Ahora, solos y apestados socialmente, también por los mismos que se postraban a su paso, Villa y Postigo esperan la llamada de los diputados y de la Justicia para sentarse en el banquillo de los acusados y expiar culpas.
Dicen que El impostor de Cercas es un ejercicio de psicoanálisis colectivo. La novela por escribir sobre Villa sería un gran diván donde sentar al pueblo asturiano.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 36, ENERO DE 2015
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