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Atlántica XXII

Un país de asesinas

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Un país de asesinas

Concentración contra la reforma de la ley del aborto en Oviedo. Foto / Mario Rojas.

Concentración contra la reforma de la ley del aborto en Oviedo. Foto / Mario Rojas.

Por Lucía Naveros. Más de cien mil mujeres cometieron el año pasado un asesinato en España. Esta es la firme creencia del Gobierno español. Cuando un ministro español camina por la calle, camina por la calle de un país lleno de egoístas y malévolas psicópatas, capaces de matar a sangre fría a niños indefensos. Lo cree este Gobierno, lo cantan las cofradías de Semana Santa que ponen anuncios en los periódicos el Día de los Santos Inocentes, lo secundan las portadas de algunos de los medios de comunicación más leídos de España. Gran parte de las españolas son malas, unas matarifes que necesitan ser salvadas de sus bajos instintos por la Ley y el Orden de los hombres que manejan el Gobierno y la Iglesia Católica.

“Perdónalas, porque no saben lo que hacen”. Y están dispuestos a perdonarnos, siempre que asumamos que no sabemos lo que hacemos: lo sabe el médico, lo sabe el juez, lo sabe el legislador, todos tienen conocimiento, salvo las mujeres, que necesitamos urgentemente la tutela del ministro Gallardón, porque por no saber no sabemos si queremos ser madres o no. Él nos promete hacernos más libres. “Cásate y sé sumisa” es el lema de su estirpe, un lema que no nos debería extrañar, está escrito literalmente a sangre y fuego en la historia de nuestras antepasadas y de muchas de nuestras coetáneas.

Gallardón es, ahí lo tienen, el nuevo mártir. Algunos intentan entender porqué el ministro nos ha dado a beber este cáliz, suponen que lo hace presionado por la caverna de la Iglesia Católica,o que pretende dar gusto al ala más radical de sus votantes. Yo le miro la cara y estoy convencida de que lo hace siguiendo el dictado de su conciencia. Y está dispuesto a asumir todas las críticas sin escucharlas y sin intentar entenderlas, en el papel del mártir que en la plaza del pueblo recibe sin perturbarse las verduras podridas que le arroja la plebe. Hay en España un montón de asesinas que le tiran cosas a ese mártir que es el ministro Gallardón, que solo pretende hacerlas más humanas y más libres, más madres, más mujeres. 

Recortado el país a la medida de la conciencia del señor Gallardón, los que se queden en los márgenes de su visión del mundo pueden esperar la medicina que llevamos siglos recibiendo: la caridad, para los que la pidan con la suficiente humildad; la cárcel o la represión de las porras policiales, para los protestones; el manicomio y el orfanato, para las pertinaces y el producto de sus desmanes; el silencio, para el resto. Porque, ¿qué otra cosa se merece esa turba integrada por presuntas asesinas y sus cómplices?

Si algo se puede decir de Gallardón en este trance es que ha hecho, a regañadientes y porque no le quedó más remedio, un ejercicio de hipocresía, permitiendo que aborten las víctimas de violación que previamente lo denuncien. Si no hay denuncia, no hay aborto, chata, que esto no es un botellón. También podrán abortar las mujeres a las que dos psiquiatras (no uno, no vayan a comprarlo) vean tan flojas de remos que certifiquen que son incapaces de llevar adelante el embarazo de un niño con malformaciones; un informe que en el futuro, quizá, podría ser utilizado para quitarle otros derechos a la asesina tutelada por el Estado. Si fue tan floja que no pudo parir, y así ha quedado constatado por dos profesionales, quizá es tan floja que no puede obtener la tutela de sus hijos en caso de divorcio, por ejemplo.

No creo, como dicen las activistas de Femen, que el aborto sea sagrado. Es algo que no le deseo a nadie. Tampoco creo que la sociedad tenga derecho a dictar que las personas con Síndrome de Down no deberían contarse entre los vivos. Por eso la única ley admisible es una ley de plazos, no de supuestos. No hay embriones de primera y de segunda, señor ministro, hay embarazos no deseados, que se desarrollan dentro del cuerpo de una persona con tanto derecho como usted a su propia autonomía. Un embrión, lamento tener que defender lo evidente, no es un niño. Y solo una ley de plazos puede garantizar a la mujer la integridad de su propio cuerpo, y eliminar de la conciencia social la idea de que hay seres humanos que no merecerían estar en el mundo.

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