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Atlántica XXII

Un poco más despacio

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Un poco más despacio

Mariano Antolín RatoMariano Antolín Rato / La aceleración dentro de la que toca sobrevivir aumenta. Todo debería estar hecho ya ayer. Hoy se imponen situaciones aparentemente distintas que exigen un constante desplazamiento de intereses. Da lo mismo que la atención deba centrarse en cuestiones desagradables. Y la mayoría lo son. No se permite un respiro. Salirse siquiera un breve rato del arrollador fluir de lo que pasa supone una marginación indeseable. Los que mandan en el tiempo imponen una velocidad, y pobre del que se resista y trate de echar el freno. Así que nada de desperdiciar, ni siquiera unos minutos, en ocuparse de algo que no contribuya a la tópica transmutación de ese tiempo en oro. Ellos, dueños de sistemas operativos instantáneos que les proporcionan valores en bolsas, mercados y demás mecanismos depredadores a su entera disposición, lo consideran un estorbo para el desarrollo.

En medio de estas prisas tan productivas para los espídicos colgados del poder, aparecen tímidos intentos en defensa de la lentitud. Sus manifestaciones públicas apenas encuentran difusión, excepto en las secciones dedicadas a curiosidades y tendencias fugaces, dentro de los medios de alcance masivo. A veces se menciona con divertida displicencia un exótico slow movement, de origen, como su nombre indica, extranjero. Pretende -¡hay que ser ingenuo!- desacelerar la supervivencia y disfrutar -¡serán vagos!- de pequeñas parcelas donde recuperar algo de calma.  Pues, de modo inexplicable según las normas del desmadrado funcionamiento de la actualidad, unos cuantos individuos se empeñan en detenerse, aunque solo sea con cierta moderación y sin dar demasiado la lata, y moverse, por dentro y por fuera, a un ritmo menos apresurado y más placentero.

Es muy probable que ignoren la existencia de un libro clásico que les podría estimular. Publicado originalmente hace más de 130 años, sin embargo se sigue reeditando. Se titula El derecho a la pereza, y su autor, Paul Lafargue, era por cierto yerno de Karl Marx. Da la impresión, con todo, que algunos de los agobiados por la rapidez están al tanto de una tendencia de la que tratan bastantes libros que últimamente buscan lectores durante su fugaz permanencia en las mesas de novedades de las librerías. Tratan del caminar a pie, del paseo, y muestran su desprecio por “la gente que va levantando polvo en un rugiente automóvil” -en palabras, que suenan un poco trasnochadas, del inmenso Robert Walser, en El paseo-. O como escribe, ya en el siglo XXI, David Le Breton: “El coche es hoy rey de nuestra vida diaria […] y convierte a sus usuarios en unos seres inválidos cuyo cuerpo apenas sirve para algo más que arruinarles la vida”.

Pertenecen a su apasionado ensayo Elogio del caminar, que saca una vez más a la luz la satisfacción de la caminata. Para ello Le Breton recurre a nada menos que a los testimonios de entre otros muchos paseantes ilustres, Robert Louis Stevenson, Henry David Thoreau, el poeta japonés Matsuo Bashō, y hasta el español Julio Llamazares. Para ninguno de ellos “andar es un deporte”, sino “un placer, una muestra de libertad, una invitación a dejar vagar las ideas, disfrutando de la marcha y la soledad”, según señala uno los pocos sabios que quedan, Carlos García Gual, en la lúcida recensión que hace de varios libros publicados recientemente sobre lo que dos poetas románticos ingleses, Coleridge y Worsworth, consideraban fuente imprescindible de su inspiración.

Ignoro si esos libros tienen eco y empujan al camino a sus lectores. Cualidades no les faltan para conseguirlo. Y en cualquier caso, proporcionan ánimos a quienes son hostiles a la aceleración institucionalizada y participan del deseo expresado por el taoismo de entregarse a una acción que, sin hacer nada, no deja nada por hacer. Pues, paseando, uno es capaz de responder a la pregunta: “¿Es usted feliz?”, con un rotundo: “No, pero ni falta que me hace”.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 37, MARZO DE 2015

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