Juan Carlos Monedero / La queja de Lenin a Kautsky en 1920 recordándole que los bolcheviques se habían hecho con el poder del Estado pero no con el poder real aún resuena en cualquier lugar donde las clases subalternas quieran revertir quinientos años de dominación capitalista y doscientos años de dominación política sobre la base de la democracia representativa liberal. Puede tenerse acceso al poder del Estado, pero las oligarquías siguen teniendo los medios de comunicación, el dinero, los jueces, los militares, las relaciones internacionales, los funcionarios, las universidades, la iglesia. Y siempre -siempre- el apoyo de las potencias hegemónicas que van a toda costa a evitar el contagio de un poder popular que ponga en riesgo todos esos poderes concentrados en unas minorías.
Este escenario -que en el siglo XIX determinó la discusión acerca de la lucha de clases- estuvo muy presente en la URSS y terminó justificando el estalinismo. En los Gobiernos de cambio en América Latina, la lucha por la crítica, por la existencia de facciones, por la autogestión, por medios de comunicación que confrontaran, incluso desde el sector público, la tarea de los Gobiernos, es una necesidad raramente cumplida. Desde que Chávez ganó las elecciones de 1998, los poderes tradicionales tanto venezolanos como latinoamericanos, estadounidenses y europeos empezaron a conspirar para desoír el resultado. Probaron todas las estrategias que habían resultado exitosas en otros lugares durante el siglo XX: desabastecimiento, huelgas, cierre patronal, manifestaciones, lucha callejera, intentos de inhabilitación jurídica, incitación al odio en los medios, magnicidio, golpe de Estado por las fuerzas armadas. Y de todas resultó victoriosa. El comportamiento golpista de la oposición terminó enrocando al Gobierno, quien se hizo impermeable a las críticas. La universidad, los medios de comunicación y la oposición parlamentaria tienen como función construir una esfera pública virtuosa. Pero al entregarse a la mera desestabilización, incumplen su función y pasan a ser parte de las nuevas formas de golpismo que tienen una importante baza previa en la deslegitimación de los Gobiernos. Este comportamiento terminó por enturbiar todas las críticas como si provinieran de un mismo ánimo desestabilizador. Y eso ha debilitado mucho a los Gobiernos de la izquierda latinoamericana.
Todos los Gobiernos de cambio en América Latina durante los últimos diez años han cosechado enormes resultados en la lucha contra la pobreza. Han sacado a millones de personas de situaciones terribles de postración económica. Han ascendido en los índices de desarrollo humano de Naciones Unidas gracias, sobre todo, al gasto social desplegado en sanidad, educación, vivienda, alimentación, etc. Pero su agenda “postneoliberal” no ha pasado de ser eso. Dicho en otros términos, no han desarrollado una agenda genuinamente socialista, teniendo siempre abierta la posibilidad de, al no haber desterrado de manera definitiva las amenazas neoliberales, volver a caer en los mismos vicios de los años noventa que cometieron los Gobiernos a los que vinieron a sustituir. Los Gobiernos de la izquierda latinoamericana han distribuido la renta, pero no la han redistribuido, pues los ricos cada vez son más ricos, pese a que se ha sacado a mucha gente de la pobreza.
La única manera de no fracasar, en cualquier caso, pasa por construir un doble vector. Por un lado, un vector representativo que arme un Estado fuerte (no olvidemos que el neoliberalismo desmontó el Estado social desde el propio aparato del Estado). Ese vector hay que controlarlo con transparencia, limitación de mandatos, referéndum revocatorio y un tejido social denso y vivo. Al mismo tiempo, hay que armar un vector experimental, asambleario, horizontal, autogestionado, que solvente los problemas históricos ligados a la forma Estado. La estructura representativa del Estado acaba siendo rehén de las oligarquías que tienen más facilidad para representarse a sí mismas.
El fracaso en la construcción de una base económica para llevar a cabo las transformaciones sociales implica caer, tarde o temprano, en las redes neoliberales, bien en forma de recursos en el FMI, en el Banco Mundial o en sectores financieros internacionales, tratados de libre comercio, insistencia en el extractivismo, endeudamiento con países que demanden materias primas (es evidente el caso de China) o incrementos del déficit público y de la deuda pública que no sean manejables. En conclusión, la verdadera vacuna para poder superar el marco neoliberal pasa por sacar la conciencia neoliberal de las cabezas de la ciudadanía.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 34, SEPTIEMBRE DE 2014
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