
Una de las imágenes más difundidas de la gran manifestación en Madrid del 22-M.
Quique Faes. El sábado 22 de marzo, en Madrid hubo mucha gente. No sé si sería un millón de personas, aunque lo creo posible: los libreros de viejo de la Cuesta de Moyano, con su andar parsimonioso de toda la vida, con sus saldos allí a la vista y su tendencia natural a observar con indolencia las cosas de este mundo, volvían la cabeza hacia Atocha y contemplaban, allá abajo, una multitud que durante al menos una hora y media apenas pudo avanzar porque le costaba ajustarse a las dimensiones del paseo del Prado. Innegable: mucha gente.
Pero es que no estaban solo los manifestantes que habían conseguido encajarse con éxito en el itinerario de la marcha, ni los libreros, ni el enjambre de simpatizantes obligados a vagar por las calles adyacentes hasta encontrar un hueco. Había que ver el pelotón de trabajadores que al fin, en cola, se afanaban en limpiar de pasquines calles y aceras. El rastro era considerable: un problemón para muchos ciudadanos que sufren por problemas estéticos en un país con siete millones de parados y un millón y medio de hogares en pobreza extrema. Un país que cada día que pasa es más y más feísta y que no es que se esté rompiendo, porque hace ya tiempo que viene deshilachado.
La prensa, digamos, convencional (un sujeto que describe muy bien Pascual Serrano en el último número de esta misma revista) se sumó a la convocatoria, pero lo hizo en su gran mayoría enarbolando con entusiasmo, o urgencia, o puede que en ciertos casos con una ineptitud manifiesta, la bandera del periodismo tóxico. Ya no es que el esteta que Telemadrid envió allá abriera su crónica lamentando que la monumental bandera de la plaza de Colón -esa hipérbole que seguramente delata algún complejo- fuera “la única” bandera española vista en la confluencia de las marchas por la dignidad. Es que, con la orquesta del 15-M todavía sobre el escenario y la policía ya cargando en las proximidades, El País alertaba, citando a tenebrosas fuentes del Ministerio del Interior, de que si los disturbios estaban siendo graves, era porque en el meollo estaban extremistas próximos al independentismo gallego.
Telefonazo a Santiago de Compostela. Estupor al otro lado del tubo. Las organizaciones a la izquierda de la izquierda a las que se les supone cabecillas en los enfrentamientos de Madrid ni siquiera apoyan una convocatoria que, a grandes rasgos, creen descafeinada. Si a ello le sumamos que, en pocas horas, el equipo jurídico del 22-M revela que solo 3 de los 21 detenidos a los que asistió eran gallegos, se evapora el olor aguardentoso a cocción de grelos que alguien soñó, vaya usted a saber si para avivar un nuevo y exagerado ‘coco’ filoterrorista en Galicia ahora que el monstruo languidece en otras coordenadas más al Este, o con el propósito -acaso más noble- de enaltecer al adversario para poder exculpar así a los policías que tardaron en controlar la situación.
En teoría había 1.750 agentes de la Unidad de Intervención Policial (UIP) desplegados en torno a la marcha. Digo en teoría porque la cifra la proporcionó alguien más o menos próximo al que calculó que por Madrid habían marchado solo unos pocos miles de personas. Haga usted sus propias conjeturas. Algunos de esos policías antidisturbios se concentraron en los días posteriores para denunciar su desamparo en el operativo que vigilaba el 22-M, por creerlo mal planificado y peor materializado. Y allá estaba la misma prensa que aún el lunes insistía en servir a sus parroquianos fantasías a la gallega, retroalimentada por tertulianos que desde sus cavernas amplificaban la proverbial violencia de los ciudadanos del Norte, para informar de que los sindicatos policiales exigían dimisiones entre sus superiores. Una pancarta ilustraba esa información, y en ella rezaba: “Apoyo a UIP. Contra los violentos”.

Algunos medios ayudaron a difundir noticias falsas sobre la violencia tras la manifestación.
Ping-pong violento
Es una lata tener una formación mayormente en Humanidades, porque se pasa el día uno cuestionando el uso del lenguaje. Pero el hecho es que sí, que en aquella pancarta faltaba al menos una palabra: contra los (otros) violentos. De lo contrario, oiga, aquellos muchachos se estaban manifestando contra sí mismos. Desde que un ancestro observó un palo y descubrió una porra, y con ella el porrazo, existen en el mundo apaleadores y apaleados. Con algo de fortuna uno puede ir cambiando de bando, pero sin perder de vista que la circulación de la violencia está legitimada solo en un sentido.
En cuanto al apoyo solicitado en la pancarta aquella, qué quieren que les diga. Resulta difícil simpatizar con un tipo que mañana, a primera hora, te partirá la crisma. No sé si los agentes que después se concentraron pensaban que los manifestantes del 22-M correrían a ensartar claveles en las bocachas de sus escopetas, a la portuguesa, o si consideran que la brecha en la cabeza o el brazo en cabestrillo de un antidisturbios bregado en mil batallas debe suscitar más o menos compasión que el chaval que perdió un testículo en una de las cargas policiales. En función de que la respuesta sea una u otra, estaremos más cerca o más lejos del “algo habrán hecho” que justificó todo un genocidio, por ejemplo, en la Latinoamérica del terror de Estado. Valórenlo ustedes.
Entre tanto, El País destripaba el atestado por el que terminó en prisión uno de los detenidos el sábado (detenido por cierto un buen rato después de la pedrada que se le imputa), con un clamoroso desprecio por la presunción de inocencia y atención exclusiva a las fuentes policiales. Y alguien, desde la propia policía, pregonaba que los manifestantes habían usado el sábado una muleta-estilete contra los agentes, mentira de poco recorrido: bastaron unas horas para admitir que aquel objeto artesanal nada tenía que ver con el 22-M. La alcaldesa de Madrid, Ana Botella (otra esteta angustiada ante la deriva feísta de España), planteando restringir el derecho a manifestarse en Madrid; la delegada del Gobierno en la capital, Cristina Cifuentes, convencida de que los que hostigaron a la policía eran demasiado violentos para ser madrileños, etcétera.
Como -cito al escritor Xuan Bello- en el trabajo de abstracción se suele perder la anécdota, y a menudo es en la anécdota donde está la vida, va en el cierre una de esas situaciones mínimas, pero reveladoras. Por Facebook circula la historia de una joven que, sin pronunciar palabra, pasó frente a una de las concentraciones de antidisturbios portando un cuaderno abierto en el que había escrito “Me dais vergüenza”. Terminó identificada de malas maneras y denunciada por compañeros de los policías manifestantes, acusada según su propio relato de desórdenes públicos. Es muy breve la distancia que un guardián del orden de las cosas puede recorrer hasta convertirse en el abusón de la clase que protesta porque no está acostumbrado a replegarse, mientras fantasea con aplicar a discreción la mano dura porque sus miserias son las miserias de cualquiera: ira, rencor, soberbia.
Tal vez haya llegado el momento de trascender ese ping-pong violento de hartos contra asalariados armados (“Esclavos contra esclavos vestíos de policía”, resume Dixebra en su último disco) para mirar con cierta detención qué es lo que hay más arriba. Lo que pasa es que hacerlo da vértigo, claro. Porque entonces muchas cosas cambiarían de lugar, y muy otras serían sus jerarquías.
Y gol de Messi. Bronca en el Bernabéu.
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