
Una mendiga en una calle de Atenas. Foto / Clara Palma.
Por Emilio León / Portavoz de Insubordinadas contra la Deuda. El vocabulario propio de un secuestro describe mejor la crisis de las deudas soberanas que los salmos del credo neoliberal: poblaciones enteras son rehenes del pago de un rescate impuesto súbitamente por unos secuestradores que apuntan a la nuca de sus derechos sociales. Las amenazas -y el envío de economías amputadas por los recortes como prueba de su veracidad- son realizadas por parlamentarios que alimentan el síndrome de Estocolmo cada vez que evocan la deuda. Quienes afirman que los huelguistas toman a la ciudadanía como rehén no ven problema en que los bancos nos tomen como prisioneros de un rapto nada convencional.
En primer lugar, el chantaje económico supone la reclamación de una deuda que, además de ilegítima, es impagable. Para pagar los intereses generados -ni siquiera la deuda- se recurre a nuevos préstamos, cuyos tipos de interés son cada vez mayores, debido a la especulación en torno al valor de las deudas soberanas. La estabilización del euro a cualquier precio es la condición para que funcione este bombeo constante de recursos, que amenaza desde los salarios y prestaciones sociales hasta los ahorros de una vida de trabajo.
En segundo término, los delincuentes se encuentran al mismo lado de la línea telefónica que los agentes -políticos- que deberían negociar su liberación. Solo así puede entenderse que, para sufragar el rescate, se pida dinero prestado a los secuestradores. Desde Asturias hasta Bruselas, las instituciones están infiltradas por agentes dobles que aceptan gustosamente las consignas de la industria financiera. Los candidatos electorales no están maniatados por los mercados, es el debate sobre la deuda el que está amordazado.
Por último, cualquier intento de pago conduce al endurecimiento y prolongación del cautiverio. La deuda implica disponer por adelantado del futuro, exige anticipar y conjurar toda bifurcación posible. Así se convierte en una bomba lapa adosada al carricoche de las generaciones venideras. Ya no nacemos marcados por un pecado original, sino por una copia que refleja la parte de la deuda que nos corresponde, 20.000 euros por habitante.
Un Núremberg económico
No es extraño que las víctimas de un secuestro puedan desarrollar un vínculo afectivo o cierta complicidad con sus agresores. Al fin y al cabo, persiguen la meta de salir ilesas del incidente, por lo que cooperan. Para protegerse cumplen los deseos de sus captores, que se presentan como los benefactores que evitarán que los cosas vayan a peor. Además, la pérdida total del control se hace más soportable para la víctima si se convence a sí misma de que sus acciones tienen algún sentido, llegando incluso a identificarse con los motivos del autor del delito.
El discurso de la deuda genera síntomas similares, ya que se mueve en un registro moral y no solo económico. Implica culpabilidad y deber: no es lo mismo devolver un préstamo que saldar una deuda. Por eso resulta tan útil a la hora de disciplinar nuestros cuerpos y nuestro imaginario.
Para no quedar atrapados en el “síndrome de la deuda” necesitamos crear un clima ideológico favorable a la ruptura y afilar un discurso econoclasta, que entierre el mito de la regulación y alimente la espiral contestataria. No basta con cuestionar el mecanismo por el cual la deuda no cesa de aumentar convirtiéndola en impagable. Es imprescindible rechazar su legitimidad cuestionando su procedencia: nos encontramos ante una deuda que no disfrutamos y que fue contraída sin nuestro consentimiento. También hay que deshacerse de la idea de que el dinero de los acreedores procede del duro trabajo convertido pacientemente en ahorro: es el resultado de la privación de propiedad (mediante la privatización y posterior socialización de las pérdidas), el fraude fiscal y la impunidad penal.
La consigna de las entidades financieras “too big to fail” («demasiado grandes para dejarlas caer») debe volverse en su contra: la amenaza de suspensión de pagos -y el seísmo que esto provocaría- debe conducir al cambio de las reglas de juego. “¡Viva la bancarrota!” puede ser un buen grito de guerra, pero debe acompañarse de medidas como la restricción de la libertad de movimientos de capital o la compensación a los ahorradores-asalariados. De otro modo, la quiebra se tornaría en nuestra contra.
No hay margen para las transformaciones políticas en frío, pero no podemos despreciar la importancia de introducir un cambio en la correlación de fuerzas en el campo institucional. Las próximas elecciones europeas pueden servir como laboratorio para empezar a poner trabas a la alternancia sin alternativas, que nos llevaría, en poco tiempo, a la misma situación, como pudieron comprobar en Islandia.
La movilización social es indispensable para superar los límites del caso islandés, pero insuficiente -por sí sola- como nos recordó el caso chipriota. Si no queremos que vuelvan por la puerta grande, los criminales no deben salir impunes. Necesitamos la apertura de un proceso penal, una suerte de Núremberg económico, contra los impulsores y beneficiarios de la crisis. La foto del “Pacto del euro” debe pasar a la historia como lo hicieron las imágenes de la Junta militar argentina. Ellos deben perder el crédito mientras nosotros recuperamos la memoria.
Los datos del secuestro
La deuda pública y la privada de la eurozona ya duplicaba en 2011 el total del dinero circulante (9,5 billones).
La deuda pública española alcanzo el 90 % del PIB en agosto. Si hubiese pagado los mismos tipos que la banca privada -que toma prestado directamente del BCE- no superaría el 14%.
Los beneficios de la banca privada entre 1996 y 2010 se elevaron a 170.000 millones de euros.
El FMI cifra en casi 250.000 millones de euros, una cuarta parte del PIB del Estado español, las entregas a la banca.
El coste del fraude fiscal en España asciende a unos 70.000 millones de euros al año, alrededor del 23% del PIB. El Estado dejó de ingresar en los 7 años anteriores a la crisis, por la rebaja fiscal a grandes empresas, 28.000 millones de euros.
Los delitos de los delincuentes financieros prescriben o son indultados. Desde 1977, se han concedido 17.600 indultos, en su mayoría relacionados con integrantes de la élite política y económica.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 28, SEPTIEMBRE DE 2013
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