Pelayo Fueyo / El filósofo Johannes Pfeiffer habla del talante del poeta como determinante de su tendencia poética. Si el lema “carácter y destino” es aplicable a los poetas, también suele darse con frecuencia la dimensión mítica en los más geniales, favorecidos de una intuición racional –término que he adoptado de la filosofía, en este caso para referirme a la influencia de lo imaginario y lo metafísico– rayana en la extravagancia, no por ruptura simbólica, sino como actitud desesperada ante la rutina de la vida. Estos poetas superan el canon humanístico, ya que, por una parte, utilizan el lenguaje de la calle, corrigiéndolo y depurándolo, hasta darle la pátina conceptual necesaria para dar paso a la reflexión, y por otra dotarla de imaginación irracional; esto no es una contradicción si nos atenemos –y disculpen mis preferencias– a un tipo de poesía especial: la poesía simbólica.
La cuestión es que esto resulta una provocación a la concepción pragmática del mundo actual, y especialmente a su subordinado, el hombre de la calle; sin embargo, éste, si acaso opta por el silencio, ya que, además, suele ser parco en lecturas. El mito poético –ya lejana la dicotomía mito/logos– lo interpreto como un arquetipo social que supera los aspectos ideológicos en su función de sujeto civil, trascendiendo sus cualidades poéticas; en realidad, el poeta suele ser un inadaptado de los ritos sociales establecidos, que cuestiona los valores morales de su tiempo, y pretende, desde una perspectiva microsocial –o sea, la que representa una comunidad, en este caso un grupo social intelectualizado– jugar a replantear una formulación diferente a la sociedad imperante, que parte de la travesura del alcohólico o a otro tipo de escándalos que podemos calificar de mayores. Por otra parte, la inadaptación del poeta, y su actitud hierática en ocasiones, es consecuencia de su falta de adquisición crematística –si exceptuamos los premios, subvenciones, etc. –, lo que lo convierte en un orgulloso ser marginal, aun cuando el poeta suele ser un buen conocedor de la psicología de lo mundano.
Pero pasemos a intentar definir lo que es “voz propia”. Yo creo que es el talante personal con que se impone un poeta al utilizar el lenguaje, cuestionando una incógnita que confluya lo escrito y el mundo. El poeta con voz propia no es ajeno a las perspectivas de otros poetas, cuya valoración puede ser variopinta, y esa realidad supone unas especulaciones personales que lo enfrentan al “otro”. La voz poética, en cuanto parte de un carácter que implica una estilística, suele ser considerada como original por ciertas razones culturales. Pero su desarrollo implica una abstracción que no desdeña las cualidades del hombre corriente. El por qué un poeta sigue una vía y no otra suele tener que ver, como apuntábamos, con el temperamento, la cultura y el cauce de experiencias de todo tipo que él ha sufrido. Pero si exceptuamos una intención lúdica, para tener una voz personal es necesaria una impregnación de realidad, a través de su cronología vital.
El carácter nos lleva a establecer funciones analógicas con “el otro”; ese es el responsable de las altas disquisiciones que no formula el poeta así como de las culpas que no se conciben. De ahí deriva el destino del poeta, que juega con conceptos ajenos que el hombre normal no reconoce, pues su visión “heideggeriana” de vivir, aparte de juicios morales, tiene que ver con el misterio de las cosas que le rodean –además de personas, claro– y puede estructurarse simbólicamente, además de los diversos proyectos personales. Esto también podría ser una definición de “destino”, lo que acabe influyendo en la vida del sujeto civil/ poeta, y que si construye una nueva visión habremos de darle el calificativo de “mito”.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 41, NOVIEMBRE DE 2015
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