La extrema derecha internacional ha abandonado las bombers jackets, las botas doc martins y los cortes de pelo al cero. Eso ha quedado para cuatro grupos marginales -formados esencialmente por hooligans de clubs de fútbol- que siguen pensando que no hay mejor dialéctica para amedrentar al personal que blandir bates de béisbol y puños americanos. La nueva extrema derecha, la que está en el candelero actualmente, ha metido en el baúl de los recuerdos los uniformes de los años de la Guerra Fría, se ha vuelto fashion, ha transformado su lenguaje y se ha metido de lleno en el juego electoral. Pero ojo al parche, no nos dejemos engañar, dentro de su cabeza anidan las viejas ideas. Las ideas totalitarias de siempre.
Todo empezó a principio de los años ochenta con la aparición electoral del Front National (FN) francés, creado en 1972 por el ex paracaidista Jean Marie Le Pen y un grupo de nostálgicos del virulento Occident, y que se convirtió en una innovadora excepción en el panorama europeo, donde la mayoría de movimientos similares se movían en los márgenes de la política electoral. Ellos marcaron la ruta.
Pero desde entonces las cosas han cambiado. Y actualmente hay diversos países europeos donde los partidos de extrema derecha, no solamente obtienen resultados comparables o superiores al Front National francés, sino que, de acuerdo con el sistema electoral, forman parte de coaliciones gubernamentales para constituir mayorías de derechas en el Gobierno. El salto ha sido mayúsculo.
La visualización del cambio de paradigma tuvo lugar en Austria, que fue el primer Estado europeo en tener una coalición gubernamental en la que había electos del partido de extrema derecha FPÖ (Partido de la libertad). Desde la Segunda Guerra Mundial no había sucedido una cosa semejante y la inquietud política fue grande en los países de la Unión Europea (UE). Todo el mundo recordaba que el pueblo austriaco, en su gran mayoría, en los años de auge del III Reich, fue favorable al Anchluss (la anexión con Alemania) y lógicamente empezó a mirar de reojo a los responsables políticos austriacos de la actualidad, en los que encontraban trazos parecidos a Kurt Waldheim y otros representantes de aquel triste periodo.
A partir de entonces, la presencia de ministros de extrema derecha en determinados Gobiernos europeos ya no provoca reacciones tan fuertes, sin duda porque su historia no es idéntica a la de Austria y también porque la advertencia que se hizo a los austriacos en su momento no ha tenido ningún efecto. Y el FPÖ ha continuado prosperando, incluso después de la muerte accidental de su líder, Jörg Haider, en 2008.
En el año 2011 vimos cómo los dirigentes de la Unión Europea y la secretaria de Estado americana, Hyllary Clinton, se mostraban inquietos delante de la deriva autoritaria y nacionalista del Gobierno húngaro dirigido por Vicktor Orban, líder del Fidesz. Pero de hecho, en la práctica, no utilizaron ningún medio para oponerse, a excepción de una carta oficial de prevención. Mucho aspaviento pero nada más.
De esa manera, Viktor Orban, seguro del respaldo de la mayoría de los húngaros, ha continuado desafiando continuamente a la Unión Europea haciendo que se voten leyes incompatibles con la legislación comunitaria: leyes que limitan la libertad de prensa, leyes sobre el culto religioso y leyes electorales que permiten a los húngaros de los Estados vecinos votar por las listas de los partidos interiores. Y nadie le dice ni pío. El estómago europeo parece resistirlo todo.
Los politólogos, como Pascal Perrineau o Jean-Yves Camus, acostumbran a clasificar la extrema derecha actual por sus especificidades: extrema derecha clásica, derecha populista, derecha radical… Pero lo importante es ver cómo los temas clásicos y transversales de estas formaciones políticas -aunque ahora se vistan de Armani y se perfumen con Dolce Gabbana-, como son el antisemitismo, la oposición a la laicidad, la defensa de la cristiandad occidental, la oposición al aborto y a la homosexualidad, raramente se manifiestan en primer plano. Aunque en realidad nunca han desaparecido de las convicciones de numerosos de sus militantes.
No vale engañarse. Aunque los líderes de los partidos de la llamada “derecha populista”, como pasa en Escandinavia, quieran aparecer sin tener ningún punto común con la extrema derecha clásica -condenando incluso sus militantes los argumentos públicos-, eso no significa que los discursos y comportamientos racistas y xenófobos hayan desparecido realmente. Solamente los han enmascarado.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 25, MARZO DE 2013.
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