
Una ciudadana homenajea a las víctimas del atentado de París el pasado mes de noviembre en la plaza de la República. Foto / Lucía Menéndez.
Ovidio Rozada.
El brutal ataque terrorista en Bruselas, reivindicado por el Estado Islámico, viene a ser una ventana a la realidad cotidiana de los pueblos del Próximo Oriente, y nos muestra precisamente aquello de lo que están huyendo los miles de refugiados sirios que en estos días se hacinan en Grecia y otros puntos de Europa y se juegan la vida cruzando el mar Egeo. El clima de pánico que sigue al atentado, sin embargo, reforzará el ascenso de la ultraderecha xenófoba, que va camino de convertirse en fuerza mayoritaria en Francia y toma posiciones en Alemania, Austria y en la que se han sumergido ya políticos conservadores o democristianos como Viktor Orban. El aberrante pacto de la UE con Turquía, subarrendando la política migratoria a un país que respeta escasamente los derechos humanos y conculcando el derecho de asilo, no deja de ser una cesión ante esa ideología.
No perdamos de vista que el fenómeno de la ultraderecha halla su caldo de cultivo en la pauperización de las clases trabajadoras y en la quiebra del Estado social que han determinado las políticas neoliberales. Similar causa tiene la radicalización islamista de inmigrantes de tercera generación, con nacionalidad y pasaporte europeos, cuyas comunidades han experimentado una degradación de sus condiciones vitales, al tiempo que se abandonaban políticas eficientes de asimilación e integración, abonándose el terreno para que arraigue una identidad islámica fundamentalista frente a una sociedad hostil. Podría decirse que la desnaturalización del proyecto europeo, iniciada ya con el Tratado de Maastrich, da alas a los monstruos.
En estos días, las tertulias radiofónicas y televisivas se ocupan profusamente de la amenaza del terrorismo islámico. Hay que decir que se echa en falta una mayor presencia en estos foros de especialistas en Mundo Árabe, filosofía política, geopolítica o análisis militar. Por el contrario, el grueso del discurso procede de los habituales tertulianos todólogos que, especialmente en los medios conservadores, difunden machaconamente dos ideas: en primer lugar, que nos hallaríamos ante un ataque a la civilización occidental y a nuestro modo de vida; en segundo lugar, que la pretensión de buscar unas causas sociales e históricas al fenómeno terrorista, como ha hecho el alcalde de Zaragoza apuntando hacia las políticas de las potencias occidentales en Próximo Oriente, constituiría un intento de exonerar de su culpa a los asesinos y supondría establecer una equidistancia entre víctimas y verdugos. Algo así como si concluyéramos que al apuntar hacia las condiciones que impuso el Tratado de Versalles a Alemania como uno de los factores que favoreció el surgimiento del nazismo, estuviéramos justificando a Hitler.
¿Podemos realmente concluir que nos encontramos ante un ataque a la Civilización Occidental? Lo cierto es que el 80% de los atentados yihadistas se producen en países musulmanes; y ello porque el Estado Islámico pretende ser un nuevo califato, gobierno político y espiritual de todos los musulmanes, inspirado por una interpretación integrista del sunnismo wahabita. Esto implica que Estado Islámico no solo considera enemigo al satán occidental y a los infieles, sino también a todo musulmán, la mayoría, que no asuma su credo fundamentalista.
Yendo más allá, ¿qué queremos decir cuando hablamos de Occidente u Oriente? Las civilizaciones son consideradas por la teoría del Choque de Civilizaciones, mantra de los neocons, como los verdaderos agentes de los procesos históricos tras la Guerra Fría. En realidad, las civilizaciones son áreas de difusión cultural tremendamente heterogéneas y en modo alguno constituyen plataformas políticas o históricas dotadas de unidad de acción que pudieran chocar globalmente entre sí. El Mundo Islámico se cuartea en diversas confesiones, chiitas y sunnitas fundamentalmente, y una serie de regímenes y potencias regionales que han sido aliados o rivales de las potencias europeas, de EEUU, de Rusia o China. De hecho, la realidad política de Oriente Medio o de África no puede entenderse al margen de los procesos de colonización y descolonización de los siglos XIX y XX, o al margen de la Guerra Fría y los posteriores conflictos geopolíticos entre USA y Rusia, que están detrás de buena parte de los procesos que precipitaron las intervenciones militares en Irak, Afganistán o Libia, o de la actual guerra de Siria. No olvidemos tampoco que el Estado Islámico ha podido financiarse vendiendo petróleo y antigüedades en territorio turco, o con remesas provenientes de Arabia Saudita.
Numerosos expertos apuntan que para combatir el terrorismo haría falta cortar sus vías de financiación e impulsar un proyecto de pacificación para Siria y Próximo Oriente que contase con actores regionales y no nuevas intervenciones de diferentes países con objetivos contrapuestos; pero para ello habría que avanzar en un verdadero control y conocimiento ciudadano de las políticas exteriores de nuestros países, para subordinarlas al interés social y nacional, y no al servicio de oligarquías económicas. Finalmente, atajar la radicalización islamista dentro de las comunidades residentes en Europa pasa por la recuperación del Estado del bienestar y de las políticas de asimilación frente a la agresión neoliberal.
Se trata en suma de un problema que no puede abordarse en términos simplistas, pues en última instancia no puede desligarse del modelo económico-político global que, conjugado con factores regionales y culturales, estructura geopolíticamente el Sistema-Mundo.
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