
Xuan Cándano / Director de ATLÁNTICA XXII.
El desprecio de los ciudadanos por los políticos viene de mucho antes de esta última crisis económica y de la manida desafección. Y yo creo que más que nada es porque nos dan pena, porque el suyo es un trabajo penoso, lo que podría justificar esos sobresueldos que tanto nos escandalizan, porque al fin y al cabo los trabajadores también cobramos pluses por ocupaciones que ponen en peligro nuestra salud o nuestro equilibrio mental.
No sé cómo pueden provocar envidia estos hombres y mujeres públicos siempre tan atareados y con el estrés en el cogote, porque lo suyo es realmente para dar mucha pena.
Su drama es continuo, pero en campaña electoral la agenda del político se convierte en un visible espanto. Besar a viejos por la calle, hacer carantoñas a los niños, visitar mercados para preguntar por el precio del cebollín, que tres cojones les debe de importar, sonreír incesantemente, conducir tractores como Arias Cañete, bajar en piragua, interesarse por las mayores gilipolleces allí donde haya un granero de votos, improvisar declaraciones para decir al menos una tontería diaria, dar mañana y tarde un mitin diciendo lo mismo y repitiendo las mismas mentiras, ajustarse continuamente la corbata o repasar con disimulo el maquillaje, tomar un vino con desconocidos que ni puta gracia te hacen, aguantar improperios muy justificados sin torcer nunca el gesto, iniciar conversaciones estúpidas con cualquier viandante por eso de empatizar, empollar horribles manuales para candidatos, obedecer órdenes absurdas con eslóganes sin sustancia del jefe de campaña, posar para selfis masivos, dar ridículos grititos insultando a los rivales, engordar como un cerdo a base de desayunos de trabajo, opíparas comidas, merendonas si es menester y cenas con militantes.
Ya creí que lo había visto todo, pero cuando contemplé el otro día la foto de Mariano Rajoy de palmero de una tuna femenina comprendí que los ciudadanos aún no hemos llegado al límite en nuestra obsesión por someter a los políticos a una humillación impúdica diaria. Y caí en la cuenta de que el salto a los abismos del aburrido registrador gallego que lee el Marca es inevitable, porque parecida escena patética recuerdo de Landelino Lavilla, bailando sevillanas en la portada de El País en vísperas de la hecatombe de UCD que acabó con la aventura centrista en España.
Ya lo decía Francisco Serrano Castilla, un simpático andaluz que fue censor y delegado de Información y Turismo en Asturias durante el tardofranquismo: “Cuántas langostas tiene uno que comerse para llevarse los garbanzos a casa”.
Y en cuanto pasa el horror de la campaña y se sientan en el escaño no es precisamente para descansar, porque las jornadas de los políticos pasan a ser más rutinarias, pero no menos penosas. Estar todo el día pendiente de los informativos, desde que se levantan, no me vayan a pillar en un renuncio, atender llamadas y peticiones sin fin, generalmente con lo de “qué hay de lo mío”, leer tochos insufribles en forma de informes, leyes o reglamentos, ir a plenos o comisiones a perder el tiempo, atender a los periodistas, siempre tan pesados, con sus preguntas engorrosas, soportar visitas inoportunas a cualquier hora en el despacho, con lo bien que se está allí leyendo el periódico o navegando por Internet, preparar discursos que no va a atender nadie. Y si el cargo que te cae es el de alcalde mucho peor, porque en los pueblos la gente solo te inquiere por el finxo de la finca o el trabajo para el hijo desocupado, y en las ciudades por la farola que no funciona o el semáforo que falta.
Y salir del despacho o del parlamento, o del Ayuntamiento, o del chiringuito, es todavía más inquietante. ¡Esas invitaciones a la inauguración de ferias de ganado, exposiciones de pésimos artistas, aniversarios de próceres locales que ni en su pueblo interesan…! O, lo que es más heavy, entregas de premios y distinciones rodeados de militares, guardias civiles, policías locales y representantes del clero. Cuando la fiesta nacional usted y yo nos podemos quedar en la cama igual, como hacía George Brassens, pero los padres de la patria tienen que estar ahí los primeros en las juras de bandera, en los besamanos y en los tediosos corrillos, haga frío o calor, o se juegue el partido del siglo de todas las semanas.
¡Ni fines de semana con la parienta respetan, para que luego hablemos con frivolidad extrema de estos políticos a los que ni intimidad ni merecido descanso concedemos!
Por no hablar de la indumentaria, siempre los pobres con esos trajes y esas corbatas de boda rancia, en invierno y en verano, sin una sola concesión a la comodidad. ¿Cuándo vio usted a un político en camiseta o en chándal, como hacemos todos en cuanto llega el buen tiempo y nos escapamos de la rutina laboral? ¿O a una política con los vaqueros rotos o con un bonito corpiño, como las mozas en las alegres romerías veraniegas?
Pobre Emilio León, no sé cómo se adaptará a ese mundo de moqueta y etiqueta, con sus vaqueros y su mochila llena de sueños. Claro que a lo mejor hasta respira y descansa, viniendo de esa cultura de tortuosas e interminables asambleas donde el camarada parece peor enemigo que el adversario y te puede acuchillar a la mínima concesión dialéctica. “Todos al suelo, que vienen los nuestros”, decía con sorna gallega Pío Cabanillas.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 38, MAYO DE 2015
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