Charo González Arias / Un problema que a menudo tratamos de conjurar quienes navegamos con la bandera del relativismo lo constituye el riesgo latente de no caer en el doble rasero, ese del que la realidad nos regala tan a menudo asombrosas muestras donde nada es lo que parece. Los sistemas de poder, grandes estrategas en estas cuestiones, se convierten en un terreno fecundo para identificar algunas de las más descaradas. Por ejemplo, en lo relativo al género, la escritora francesa Virginie Despentes se pregunta en su libro La Teoría King Kong por qué unas discriminaciones resultan ya intolerables y sin embargo la de género se sigue justificando incluso en ambientes supuestamente progresistas. En unos casos convenientemente revestida bajo el envoltorio del romanticismo; en otras, como es la prostitución, bajo el gran paraguas abarcador de la libertad, esa palabra mítica que se ha convertido en un fetiche discursivo dentro del cual cabe todo, incluso la explotación sexual, haciendo coincidir de esa forma, y por paradójico que parezca, a cierto feminismo con los cavernícolas del neomachismo que aún defienden su conveniencia.
En lo relativo a la participación política, este doble estándar del machismo legitima en pleno siglo XXI formas de Gobierno supuestamente democráticas pero tan misóginas como la del Vaticano, Liechtenstein o Japón, donde las mujeres tienen todavía prohibido por ley asumir la jefatura de Estado. Y a la vez justifica que en el interior del recién estrenado Gobierno griego de Syriza, bajo un discurso aparentemente progresista y de cambio, se reproduzca la ya tradicional exclusión de las mujeres en la arena política no incorporando ninguna en el gabinete.
Otro sistema de poder, como el colonial, tampoco se queda corto en esto del doble rasero. Ejemplos sobran en la historia reciente de Occidente, desde la reconstrucción histórica de la atrocidad nuclear, matando a más de 200.000 personas inocentes en Hiroshima y Nagasaki, como supuestamente una solución “pacífica y civilizatoria” a la guerra. O el empeño de Estados Unidos en mantener la expulsión de Cuba de la OEA por su violación de los derechos humanos, teniendo tras sus espaldas casos tan oprobiosos como Guantánamo, Abu Ghraib o la silla eléctrica, por citar solo algunos. Sin olvidar el tratamiento de la migración, que de ser reconocida como un derecho humano en el artículo 13 de la declaración universal de la ONU se transforma dramáticamente y como por arte de magia en algo delictivo en la práctica mayoritaria de los países, que anteponen un enfoque policiaco y de seguridad, represivo antes que garantista de su libre ejercicio.
En general, dentro del sistema colonial, las democracias occidentales cuentan con amplia experiencia en esto de medir con distinto criterio lo que acontece fuera y dentro de sus fronteras, por eso me pareció tan ingeniosa la respuesta que dio en su momento Fidel Castro ante la insistente pregunta de periodistas extranjeros sobre cuándo se pensaba retirar de la vida política: “Cuando lo haga la reina Isabel”, contestó muy seguro y sobrado de ironía, en referencia a la perpetuidad en el trono británico (y todos los demás) que los mismos periodistas occidentales parecen no cuestionar. Claro que las monarquías y la gran farsa sobre el derecho a la igualdad representan otro enorme monumento al arte del simulacro, justificando con enorme cinismo los privilegios de sus representantes, nombrados a dedo conforme a criterios dinásticos y de sangre, y no elegidos en atención a sus méritos como el resto.
Y, si de sistemas de poder se trata, la denominada Ley Mordaza es otra joyita del doble rasero: ya no podremos grabar, bajo amenaza de sanción, los abusos policiacos contra nuestro derecho a la libre manifestación, pero la policía sí podrá grabarnos y utilizarlo como prueba en nuestra contra para sancionarnos. Imposible pensar que estamos ante simples casualidades o errores de cálculo. La trama de todos estos enredos responde siempre al mismo orden, el de la ley del más fuerte.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 38, MAYO DE 2015
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